martes, 29 de agosto de 2017

Capitulo 13. El diario secretisimo

Hermione pasó varias semanas en la enfermería. Corrieron rumores sobre su
desaparición cuando el resto del colegio regresó a Hogwarts al final de las
vacaciones de Navidad, porque naturalmente todos creyeron que la habían
atacado. Eran tantos los alumnos que se daban una vuelta por la enfermería
tratando de echarle la vista encima, que la señora Pomfrey quitó las cortinas de
su propia cama y las puso en la de Hermione para ahorrarle la vergüenza de
que la vieran con la cara peluda.

Harry y Ron iban a visitarla todas las noches. Cuando comenzó el nuevo
trimestre, le llevaban cada día los deberes.

—Si a mí me hubieran salido bigotes de gato, aprovecharía para descansar
—le dijo Ron una noche, dejando un montón de libros en la mesita que tenía
Hermione junto a la cama.

—No seas tonto, Ron, tengo que mantenerme al día —replicó Hermione
rotundamente. Estaba de mucho mejor humor porque ya le había desaparecido
el pelo de la cara, y los ojos, poco a poco, recuperaban su habitual color marrón—.
¿Tenéis alguna pista nueva? —añadió en un susurro, para que la
señora Pomfrey no pudiera oírla.

—Nada —dijo Harry con tristeza.

—Estaba tan convencido de que era Malfoy... —dijo Ron por centésima
vez.

—¿Qué es eso? —preguntó Harry, señalando algo dorado que sobresalía
debajo de la almohada de Hermione.

—Nada, una tarjeta para desearme que me ponga bien

—dijo Hermione a toda prisa, intentando esconderla, pero Ron fue más
rápido que ella. La sacó, la abrió y leyó en voz alta:

A la señorita Granger deseándole que se recupere muy pronto, de su
preocupado profesor Gilderoy Lockhart, Caballero de tercera clase de
la Orden de Merlín, Miembro Honorario de la Liga para la Defensa
Contra las Fuerzas Oscuras y cinco veces ganador del Premio a la
Sonrisa más Encantadora, otorgado por la revista «Corazón de Bruja».

Ron miró a Hermione con disgusto.


—¿Duermes con esto debajo de la almohada?

Pero Hermione no necesitó responder, porque la señora Pomfrey llegó con
la medicina de la noche.

—¿A que Lockhart es el tío más pelota que has conocido en tu vida? —dijo
Ron a Harry al abandonar la enfermería y empezar a subir hacia la torre de
Gryffindor. Snape les había mandado tantos deberes, que a Harry le parecía
que no los terminaría antes de llegar al sexto curso. Precisamente Ron estaba
diciendo que tenía que haber preguntado a Hermione cuántas colas de rata
había que echar a una poción crecepelo, cuando llegó hasta sus oídos un
arranque de cólera que provenía del piso superior.

—Es Filch —susurró Harry, y subieron deprisa las escaleras y se
detuvieron a escuchar donde no podía verlos.

—Espero que no hayan atacado a nadie más —dijo Ron, alarmado.

Se quedaron inmóviles, con la cabeza inclinada hacia la voz de Filch, que
parecía completamente histérico.

—... aun más trabajo para mí. ¡Fregar toda la noche, como si no tuviera
otra cosa que hacer! No, ésta es la gota que colma el vaso, me voy a ver a
Dumbledore.

Sus pasos se fueron distanciando, y oyeron un portazo a lo lejos.

Asomaron la cabeza por la esquina. Evidentemente, Filch había estado
cubriendo su habitual puesto de vigía; se encontraban de nuevo en el punto en
que habían atacado a la Señora Norris. Buscaron lo que había motivado los
gritos de Filch. Un charco grande de agua cubría la mitad del corredor, y
parecía que continuaba saliendo agua de debajo de la puerta de los aseos de
Myrtle la Llorona. Ahora que los gritos de Filch habían cesado, podían oír los
gemidos de Myrtle resonando a través de las paredes de los aseos.

—¿Qué le pasará ahora? —preguntó Ron.

—Vamos a ver —propuso Harry, y levantándose la túnica por encima de
los tobillos, se metieron en el charco chapoteando, llegaron a la puerta que
exhibía el letrero de «No funciona» y, haciendo caso omiso de la advertencia,
como de costumbre, entraron.

Myrtle la Llorona estaba llorando, si cabía, con más ganas y más
sonoramente que nunca. Parecía estar metida en su retrete habitual. Los aseos
estaban a oscuras, porque las velas se habían apagado con la enorme
cantidad de agua que había dejado el suelo y las paredes empapados.

—¿Qué pasa, Myrtle? —inquirió Harry.

—¿Quién es? —preguntó Myrtle, con tristeza, como haciendo gorgoritos—.
¿Vienes a arrojarme alguna otra cosa?


Harry fue hacia el retrete y le preguntó:

—¿Por qué tendría que hacerlo?

—No sé —gritó Myrtle, provocando al salir del retrete una nueva oleada de
agua que cayó al suelo ya mojado—. Aquí estoy, intentando sobrellevar mis
propios problemas, y todavía hay quien piensa que es divertido arrojarme un
libro...

—Pero si alguien te arroja algo, a ti no te puede doler —razonó Harry—.
Quiero decir, que simplemente te atravesará, ¿no?

Acababa de meter la pata. Myrtle se sintió ofendida y chilló:

—¡Vamos a arrojarle libros a Myrtle, que no puede sentirlo! ¡Diez puntos al
que se lo cuele por el estómago! ¡Cincuenta puntos al que le traspase la
cabeza! ¡Bien, ja, ja, ja! ¡Qué juego tan divertido, pues para mí no lo es!

—Pero ¿quién te lo arrojó? —le preguntó Harry.

—No lo sé... Estaba sentada en el sifón, pensando en la muerte, y me dio
en la cabeza —dijo Myrtle, mirándoles—. Está ahí, empapado.

Harry y Ron miraron debajo del lavabo, donde señalaba Myrtle. Había allí
un libro pequeño y delgado. Tenía las tapas muy gastadas, de color negro, y
estaba tan humedecido como el resto de las cosas que había en los lavabos.
Harry se acercó para cogerlo, pero Ron lo detuvo con el brazo.

—¿Qué pasa? —preguntó Harry.

—¿Estás loco? —dijo Ron—. Podría resultar peligroso.

—¿Peligroso? —dijo Harry, riendo—. Venga, ¿cómo va a resultar
peligroso?

—Te sorprendería saber —dijo Ron, asustado, mirando el librito— que
entre los libros que el Ministerio ha confiscado había uno que les quemó los
ojos. Me lo ha dicho mi padre. Y todos los que han leído Sonetos del hechicero
han hablado en cuartetos y tercetos el resto de su vida. ¡Y una bruja vieja de
Bath tenía un libro que no se podía parar nunca de leer! Uno tenía que andar
por todas partes con el libro delante, intentando hacer las cosas con una sola
mano. Y...

—Vale, ya lo he entendido —dijo Harry. El librito seguía en el suelo,
empapado y misterioso—. Bueno, pero si no le echamos un vistazo, no lo
averiguaremos —dijo y, esquivando a Ron, lo recogió del suelo.

Harry vio al instante que se trataba de un diario, y la desvaída fecha de la
cubierta le indicó que tenía cincuenta años de antigüedad. Lo abrió intrigado.
En la primera página podía leerse, con tinta emborronada, «T.M. Ryddle».

—Espera —dijo Ron, que se había acercado con cuidado y miraba por


encima del hombro de Harry—, ese nombre me suena... T.M. Ryddle ganó un
premio hace cincuenta años por Servicios Especiales al Colegio.

—¿Y cómo sabes eso? —preguntó Harry sorprendido.

—Lo sé porque Filch me hizo limpiar su placa unas cincuenta veces
cuando nos castigaron —dijo Ron con resentimiento—. Precisamente fue
encima de esta placa donde vomité una babosa. Si te hubieras pasado una
hora limpiando un nombre, tú también te acordarías de él.

Harry separó las páginas humedecidas. Estaban en blanco. No había en
ellas el más leve resto de escritura, ni siquiera «cumpleaños de tía Mabel» o
«dentista, a las tres y media».

—No llegó a escribir nada —dijo Harry, decepcionado.

—Me pregunto por qué querría alguien tirarlo al retrete —dijo Ron con
curiosidad.

Harry volvió a mirar las tapas del cuaderno y vio impreso el nombre de un
quiosco de la calle Vauxhall, en Londres.

—Debió de ser de familia muggle —dijo Harry, especulando—, ya que
compró el diario en la calle Vauxhall...

—Bueno, eso da igual —dijo Ron. Luego añadió en voz muy baja—.
Cincuenta puntos si lo pasas por la nariz de Myrtle.

Harry, sin embargo, se lo guardó en el bolsillo.

Hermione salió de la enfermería, sin bigotes, sin cola y sin pelaje, a comienzos
de febrero. La primera noche que pasó en la torre de Gryffindor, Harry le
enseñó el diario de T.M. Ryddle y le contó la manera en que lo habían
encontrado.

—¡Aaah, podría tener poderes ocultos! —dijo con entusiasmo Hermione,
cogiendo el diario y mirándolo de cerca.

—Si los tiene, los oculta muy bien —repuso Ron—. A lo mejor es tímido.
No sé por qué lo guardas, Harry

—Lo que me gustaría saber es por qué alguien intentó tirarlo —dijo Harry—
. Y también me gustaría saber cómo consiguió Ryddle el Premio por Servicios
Especiales.

—Por cualquier cosa —dijo Ron—. A lo mejor acumuló treinta matrículas
de honor en Brujería o salvó a un profesor de los tentáculos de un calamar
gigante. Quizás asesinó a Myrtle, y todo el mundo lo consideró un gran


servicio...
Pero Harry estaba seguro, por la cara de interés que ponía Hermione, de

que ella estaba pensando lo mismo que él.

—¿Qué pasa? —dijo Ron, mirando a uno y a otro.

—Bueno, la Cámara de los Secretos se abrió hace cincuenta años, ¿no?

—explicó Harry—. Al menos, eso nos dijo Malfoy.

—Sí... —admitió Ron.

—Y este diario tiene cincuenta años —dijo Hermione, golpeándolo,

emocionada, con el dedo.

—¿Y?

—Venga, Ron, despierta ya —dijo Hermione bruscamente—. Sabemos que
la persona que abrió la cámara la última vez fue expulsada hace cincuenta
años. Sabemos que a T.M. Ryddle le dieron un premio hace cincuenta años por
Servicios Especiales al Colegio. Bueno, ¿y si a Ryddle le dieron el premio por
atrapar al heredero de Slytherin? En su diario seguramente estará todo
explicado: dónde está la cámara, cómo se abre y qué clase de criatura vive en
ella. La persona que haya cometido las agresiones en esta ocasión no querría
que el diario anduviera por ahí, ¿no?

—Es una teoría brillante, Hermione —dijo Ron—, pero tiene un pequeño
defecto: que no hay nada escrito en el diario.

Pero Hermione sacó su varita mágica de la bolsa.

—¡Podría ser tinta invisible! —susurró.

Y dio tres golpecitos al cuaderno, diciendo:

—¡Aparecium!

Pero no ocurrió nada. Impertérrita, volvió a meter la mano en la bolsa y
sacó lo que parecía una goma de borrar de color rojo.

—Es un revelador, lo compré en el callejón Diagon —dijo ella.

Frotó con fuerza donde ponía «1 de enero». Siguió sin pasar nada.

—Ya te lo decía yo; no hay nada que encontrar aquí —dijo Ron—.
Simplemente, a Ryddle le regalaron un diario por Navidad, pero no se molestó
en rellenarlo.

Harry no podría haber explicado, ni siquiera a sí mismo, por qué no tiraba a la


basura el diario de Ryddle. El caso es que aunque sabía que el diario estaba
en blanco, pasaba las páginas atrás y adelante, concentrado en ellas, como si
contaran una historia que quisiera acabar de leer. Y, aunque estaba seguro de
no haber oído antes el nombre de T.M. Ryddle, le parecía que ese nombre le
decía algo, como si se tratara de un amigo olvidado de la más remota infancia.
Pero era absurdo: no había tenido amigos antes de llegar a Hogwarts, Dudley
se había encargado de eso.

Sin embargo, Harry estaba determinado a averiguar algo más sobre
Ryddle, así que al día siguiente, en el recreo, se dirigió a la sala de trofeos para
examinar el premio especial de Ryddle, acompañado por una Hermione
rebosante de interés y un Ron muy reticente, que les decía que había visto el
premio lo suficiente para recordarlo toda la vida.

La placa de oro bruñido de Ryddle estaba guardada en un armario
esquinero. No decía nada de por qué se lo habían concedido.

—Menos mal —dijo Ron—, porque si lo dijera, la placa sería más grande, y
en el día de hoy aún no habría acabado de sacarle brillo.

Sin embargo, encontraron el nombre de Ryddle en una vieja Medalla al
Mérito Mágico y en una lista de antiguos alumnos que habían recibido el
Premio Anual.

—Me recuerda a Percy —dijo Ron, arrugando con disgusto la nariz—:
prefecto, Premio Anual..., supongo que sería el primero de la clase.

—Lo dices como si fuera algo vergonzoso —señaló Hermione, algo herida.

El sol había vuelto a brillar débilmente sobre Hogwarts. Dentro del castillo, la
gente parecía más optimista. No había vuelto a haber ataques después del
cometido contra Justin y Nick Casi Decapitado, y a la señora Pomfrey le
encantó anunciar que las mandrágoras se estaban volviendo taciturnas y
reservadas, lo que quería decir que rápidamente dejarían atrás la infancia. Una
tarde, Harry oyó que la señora Pomfrey decía a Filch amablemente:

—Cuando se les haya ido el acné, estarán listas para volver a ser
trasplantadas. Y entonces, las cortaremos y las coceremos inmediatamente.
Dentro de poco tendrá a la Señora Norris con usted otra vez.

Harry pensaba que tal vez el heredero de Slytherin se había acobardado.
Cada vez debía de resultar más arriesgado abrir la Cámara de los Secretos,
con el colegio tan alerta y todo el mundo tan receloso. Tal vez el monstruo,
fuera lo que fuera, se disponía a hibernar durante otros cincuenta años.

Ernie Macmillan, de Hufflepuff, no era tan optimista. Seguía convencido de
que Harry era el culpable y que se había delatado en el club de duelo. Peeves
no era precisamente una ayuda, pues iba por los abarrotados corredores


saltando y cantando: «¡Oh, Potter, eres un zote, estás podrido...!», pero ahora
además interpretando un baile al ritmo de la canción.

Gilderoy Lockhart estaba convencido de que era él quien había puesto
freno a los ataques. Harry le oyó exponerlo así ante la profesora McGonagall
mientras los de Gryffindor marchaban en hilera hacia la clase de Transfiguración.


—No creo que volvamos a tener problemas, Minerva —dijo, guiñando un
ojo y dándose golpecitos en la nariz con el dedo, con aire de experto—. Creo
que esta vez la cámara ha quedado bien cerrada. Los culpables se han dado
cuenta de que en cualquier momento yo podía pillarlos y han sido lo bastante
sensatos para detenerse ahora, antes de que cayera sobre ellos... Lo que
ahora necesita el colegio es una inyección de moral, ¡para barrer los recuerdos
del trimestre anterior! No te digo nada más, pero creo que sé qué es exactamente
lo que...

De nuevo se tocó la nariz en prueba de su buen olfato y se alejó con paso
decidido.

La idea que tenía Lockhart de una inyección de moral se hizo patente
durante el desayuno del día 14 de febrero. Harry no había dormido mucho a
causa del entrenamiento de quidditch de la noche anterior y llegó al Gran
Comedor corriendo, algo retrasado. Pensó, por un momento, que se había
equivocado de puerta.

Las paredes estaban cubiertas de flores grandes de un rosa chillón. Y, aún
peor, del techo de color azul pálido caían confetis en forma de corazones.
Harry se fue a la mesa de Gryffindor, en la que estaban Ron, con aire
asqueado, y Hermione, que se reía tontamente.

—¿Qué ocurre? —les preguntó Harry, sentándose y quitándose de encima
el confeti.

Ron, que parecía estar demasiado enojado para hablar, señaló la mesa de
los profesores. Lockhart, que llevaba una túnica de un vivo color rosa que
combinaba con la decoración, reclamaba silencio con las manos. Los
profesores que tenía a ambos lados lo miraban estupefactos. Desde su asiento,
Harry pudo ver a la profesora McGonagall con un tic en la mejilla. Snape tenía
el mismo aspecto que si se hubiera bebido un gran vaso de crecehuesos.

—¡Feliz día de San Valentín! —gritó Lockhart—. ¡Y quiero también dar las
gracias a las cuarenta y seis personas que me han enviado tarjetas! Sí, me he
tomado la libertad de preparar esta pequeña sorpresa para todos vosotros... ¡y
no acaba aquí la cosa!

Lockhart dio una palmada, y por la puerta del vestíbulo entraron una
docena de enanos de aspecto hosco. Pero no enanos así, tal cual; Lockbart les
había puesto alas doradas y además llevaban arpas.

—¡Mis amorosos cupidos portadores de tarjetas! —son—rió Lockhart—.
¡Durante todo el día de hoy recorrerán el colegio ofreciéndoos felicitaciones de


San Valentín! ¡Y la diversión no acaba aquí! Estoy seguro de que mis colegas
querrán compartir el espíritu de este día. ¿Por qué no pedís al profesor Snape
que os enseñe a preparar un filtro amoroso? ¡Aunque el profesor Flitwick, el
muy pícaro, sabe más sobre encantamientos de ese tipo que ningún otro mago
que haya conocido!

El profesor Flitwick se tapó la cara con las manos. Snape parecía
dispuesto a envenenar a la primera persona que se atreviera a pedirle un filtro
amoroso.

—Por favor, Hermione, dime que no has sido una de las cuarenta y seis —
le dijo Ron, cuando abandonaban el Gran Comedor para acudir a la primera
clase. Pero a Hermione de repente le entró la urgencia de buscar el horario en
la bolsa, y no respondió.

Los enanos se pasaron el día interrumpiendo las clases para repartir
tarjetas, ante la irritación de los profesores, y al final de la tarde, cuando los de
Gryffindor subían hacia el aula de Encantamientos, uno de ellos alcanzó a
Harry.

—¡Eh, tú! ¡Harry Potter! —gritó un enano de aspecto particularmente
malhumorado, abriéndose camino a codazos para llegar a donde estaba Harry.

Ruborizándose al pensar que le iba a ofrecer una felicitación de San
Valentín delante de una fila de alumnos de primero, entre los cuales estaba
Ginny Weasley, Harry intentó escabullirse. El enano, sin embargo, se abrió
camino a base de patadas en las espinillas y lo alcanzó antes de que diera dos
pasos.

—Tengo un mensaje musical para entregar a Harry Potter en persona —
dijo, rasgando el arpa de manera pavorosa.

—¡Aquí no! —dijo Harry enfadado, tratando de escapar.

—¡Párate! —gruñó el enano, aferrando a Harry por la bolsa para detenerlo.

—¡Suéltame! —gritó Harry, tirando fuerte.

Tanto tiraron que la bolsa se partió en dos. Los libros, la varita mágica, el
pergamino y la pluma se desparramaron por el suelo, y la botellita de tinta se
rompió encima de todas las demás cosas.

Harry intentó recogerlo todo antes de que el enano comenzara a cantar
ocasionando un atasco en el corredor.

—¿Qué pasa ahí? —Era la voz fría de Draco Malfoy, que hablaba
arrastrando las palabras. Harry intentó febrilmente meterlo todo en la bolsa
rota, desesperado por alejarse antes de que Malfoy pudiera oír su felicitación
musical de San Valentín.

—¿Por qué toda esta conmoción? —dijo otra voz familiar, la de Percy
Weasley, que se acercaba.


A la desesperada, Harry intentó escapar corriendo, pero el enano se le
echó a las rodillas y lo derribó.

—Bien —dijo, sentándose sobre los tobillos de Harry—, ésta es tu canción
de San Valentín:

Tiene los ojos verdes como un sapo en escabeche

y el pelo negro como una pizarra cuando anochece.

Quisiera que fuera mío, porque es glorioso,

el héroe que venció al Señor Tenebroso.

Harry habría dado todo el oro de Gringotts por desvanecerse en aquel
momento. Intentando reírse con todos los demás, se levantó, con los pies
entumecidos por el peso del enano, mientras Percy Weasley hacía lo que podía
para dispersar al montón de chavales, algunos de los cuales estaban llorando
de risa.

—¡Fuera de aquí, fuera! La campana ha sonado hace cinco minutos, a
clase todos ahora mismo —decía, empujando a algunos de los más
pequeños—. Tú también, Malfoy.

Harry vio que Malfoy se agachaba y cogía algo, y con una mirada burlona
se lo enseñaba a Crabbe y Goyle. Harry comprendió que lo que había recogido
era el diario de Ryddle.

—¡Devuélveme eso! —le dijo Harry en voz baja.

—¿Qué habrá escrito aquí Potter? —dijo Malfoy, que obviamente no había
visto la fecha en la cubierta y pensaba que era el diario del propio Harry. Los
espectadores se quedaron en silencio. Ginny miraba alternativamente a Harry y
al diario, aterrorizada.

—Devuélvelo, Malfoy —dijo Percy con severidad.

—Cuando le haya echado un vistazo —dijo Malfoy, burlándose de Harry.

Percy dijo:

—Como prefecto del colegio...

Pero Harry estaba fuera de sus casillas. Sacó su varita mágica y gritó:

—¡Expelliarmus!

Y tal como Snape había desarmado a Lockhart, así Malfoy vio que el diario
se le escapaba a Malfoy de las manos y salía volando. Ron, sonriendo, lo


atrapó.

—¡Harry! —dijo Percy en voz alta—. No se puede hacer magia en los
pasillos. ¡Tendré que informar de esto!

Pero Harry no se preocupó. Le había ganado una a Malfoy, y eso bien
valía cinco puntos de Gryffindor. Malfoy estaba furioso, y cuando Ginny pasó
por su lado para entrar en el aula, le gritó despechado:

—¡Me parece que a Potter no le gustó mucho tu felicitación de San
Valentín!

Ginny se tapé la cara con las manos y entró en clase corriendo. Dando un
gruñido, Ron sacó también su varita mágica, pero Harry se la quitó de un tirón.
Ron no tenía necesidad de pasarse la clase de Encantamientos vomitando
babosas.

Harry no se dio cuenta de que algo raro había ocurrido en el diario de
Ryddle hasta que llegaron a la clase del profesor Flitwick. Todos los demás
libros estaban empapados de tinta roja. El diario, sin embargo, estaba tan
limpio como antes de que la botellita de tinta se hubiera roto. Intentó hacérselo
ver a Ron, pero éste volvía a tener problemas con su varita mágica: de la punta
salían pompas de color púrpura, y él no prestaba atención a nada más.

Aquella noche, Harry fue el primero de su dormitorio en irse a dormir. En parte
fue porque no creía poder soportar a Fred y George cantando: «Tiene los ojos
verdes como un sapo en escabeche» una vez más, y en parte, porque quería
examinar de nuevo el diario de Ryddle, y sabía que Ron opinaba que eso era
una pérdida de tiempo.

Se sentó en la cama y hojeó las páginas en blanco; ninguna tenía la más
ligera mancha de tinta roja. Luego sacó una nueva botellita de tinta del cajón de
la mesita, mojó en ella su pluma y dejó caer una gota en la primera página del
diario.

La tinta brilló intensamente sobre el papel durante un segundo y luego,
como si la hubieran absorbido desde el interior de la página, se desvaneció.
Emocionado, Harry mojó de nuevo la pluma y escribió:

«Mi nombre es Harry Potter.»

Las palabras brillaron un instante en la página y desaparecieron también
sin dejar huella. Entonces ocurrió algo.

Rezumando de la página, en la misma tinta que había utilizado él,
aparecieron unas palabras que Harry no había escrito:

«Hola, Harry Potter. Mi nombre es Tom Ryddle. ¿Cómo ha llegado a tus


manos mi diario?»

Estas palabras también se desvanecieron, pero no antes de que Harry
comenzara de nuevo a escribir:

«Alguien intentó tirarlo por el retrete.»

Aguardó con impaciencia la respuesta de Ryddle.

«Menos mal que registré mis memorias en algo más duradero que la tinta.
Siempre supe que habría gente que no querría que mi diario fuera leído.»

«¿Qué quieres decir?», escribió Harry, emborronando la página debido a
los nervios.

«Quiero decir que este diario da fe de cosas horribles; cosas que fueron
ocultadas; cosas que sucedieron en el Colegio Hogwarts de Magia y
Hechicería.»

«Es donde estoy yo ahora», escribió Harry apresuradamente. «Estoy en
Hogwarts, y también suceden cosas horribles. ¿Sabes algo sobre la Cámara de
los Secretos?»

El corazón le latía violentamente. La réplica de Ryddle no se hizo esperar,
pero la letra se volvió menos clara, como si tuviera prisa por consignar todo
cuanto sabía.

«¡Por supuesto que sé algo sobre la Cámara de los Secretos! En mi época,
nos decían que era sólo una leyenda, que no existía realmente. Pero no era
cierto. Cuando yo estaba en quinto, la cámara se abrió y el monstruo atacó a
varios estudiantes y mató a uno. Yo atrapé a la persona que había abierto la
cámara, y lo expulsaron. Pero el director, el profesor Dippet, avergonzado de
que hubiera sucedido tal cosa en Hogwarts, me prohibió decir la verdad.
Inventaron la historia de que la muchacha había muerto en un espantoso accidente.
A mí me entregaron por mi actuación un trofeo muy bonito y muy
brillante, con unas palabras grabadas, y me recomendaron que mantuviera la
boca cerrada. Pero yo sabía que podía volver a ocurrir. El monstruo sobrevivió,
y el que pudo liberarlo no fue encarcelado.»

En su precipitación por escribir, Harry casi vuelca la botellita de la tinta.

«Ha vuelto a suceder. Ha habido tres ataques y nadie parece saber quién
está detrás. ¿Quién fue en aquella ocasión?»

«Te lo puedo mostrar, si quieres», contestó Ryddle. «No necesitas leer mis
palabras. Podrás ver dentro de mi memoria lo que ocurrió la noche en que lo
capturé.»

Harry dudó, y la pluma se detuvo encima del diario. ¿Qué quería decir
Ryddle? ¿Cómo podía alguien introducirse en la memoria de otro? Miró
asustado la puerta del dormitorio; iba oscureciendo. Cuando retornó la vista al
diario, vio que aparecían unas palabras nuevas:


«Deja que te lo enseñe.»

Harry meditó durante una fracción de segundo, y luego escribió una sola
palabra:

«Vale.»

Las páginas del diario comenzaron a pasar, como si estuviera soplando un
fuerte viento, y se detuvieron a mediados del mes de junio. Con la boca abierta,
Harry vio que el pequeño cuadrado asignado al día 13 de junio se convertía en
algo parecido a una minúscula pantalla de televisión. Las manos le temblaban
ligeramente. Levantó el cuaderno para acercar uno de sus ojos a la ventanita, y
antes de que comprendiera lo que sucedía, se estaba inclinando hacia delante.
La ventana se ensanchaba, y sintió que su cuerpo dejaba la cama y era
absorbido por la abertura de la página en un remolino de colores y sombras.

Notó que pisaba tierra firme y se quedó temblando, mientras las formas
borrosas que lo rodeaban se iban definiendo rápidamente.

Enseguida se dio cuenta de dónde estaba. Aquella sala circular con los
retratos de gente dormida era el despacho de Dumbledore, pero no era
Dumbledore quien estaba sentado detrás del escritorio. Un mago de aspecto
delicado, con muchas arrugas y calvo, excepto por algunos pelos blancos, leía
una carta a la luz de una vela. Harry no había visto nunca a aquel hombre.

—Lo siento —dijo con voz trémula—. No quería molestarle...

Pero el mago no levantó la vista. Siguió leyendo, frunciendo el entrecejo
levemente. Harry se acercó más al escritorio y balbució:

—¿Me-me voy?

El mago siguió sin prestarle atención. Ni siquiera parecía que le hubiera
oído. Pensando que tal vez estuviera sordo, Harry levantó la voz.

—Lamento molestarle, me iré ahora mismo —dijo casi a gritos.

Con un suspiro, el mago dobló la carta, se levantó, pasó por delante de
Harry sin mirarlo y fue hasta la ventana a descorrer las cortinas.

El cielo, al otro lado de la ventana, estaba de un color rojo rubí; parecía el
atardecer. El mago volvió al escritorio, se sentó y, mirando a la puerta, se puso
a juguetear con los pulgares.

Harry contempló el despacho. No estaba Fawkes, el fénix, ni los artilugios
metálicos que hacían ruiditos. Aquello era Hogwarts tal como debía ser en los
tiempos de Ryddle, y aquel mago desconocido tenía que ser el director de
entonces, no Dumbledore, y él, Harry, era una especie de fantasma,
completamente invisible para la gente de hacía cincuenta años.

Llamaron a la puerta.


—Entre —dijo el viejo mago con una voz débil.

Un muchacho de unos dieciséis años entró quitándose el sombrero
puntiagudo. En el pecho le brillaba una insignia plateada de prefecto. Era
mucho más alto que Harry pero tenía, como él, el pelo de un negro azabache.

—Ah, Ryddle —dijo el director.

—¿Quería verme, profesor Dippet? —preguntó Ryddle. Parecía azorado.

—Siéntese —indicó Dippet—. Acabo de leer la carta que me envió.

—¡Ah! —exclamó Ryddle, y se sentó, cogiéndose las manos fuertemente.

—Muchacho —dijo Dippet con aire bondadoso—, me temo que no puedo
permitirle quedarse en el colegio durante el verano. Supongo que querrá ir a
casa para pasar las vacaciones...

—No —respondió Ryddle enseguida—, preferiría quedarme en Hogwarts a
regresar a ese..., a ese...

—Según creo, pasa las vacaciones en un orfanato muggle, ¿verdad? —
preguntó Dippet con curiosidad.

—Sí, señor —respondió Ryddle, ruborizándose ligeramente.

—¿Es usted de familia muggle?

—A medias, señor —respondió Ryddle—. De padre muggle y de madre
bruja.

—¿Y tanto uno como otro están...?

—Mi madre murió nada más nacer yo, señor. En el orfanato me dijeron que
había vivido sólo lo suficiente para ponerme nombre: Tom por mi padre, y
Sorvolo por mi abuelo.

Dippet chasqueó la lengua en señal de compasión.

—La cuestión es, Tom —suspiró—, que se podría haber hecho con usted
una excepción, pero en las actuales circunstancias...

—¿Se refiere a los ataques, señor? —dijo Ryddle, y a Harry el corazón le
dio un brinco. Se acercó, porque no quería perderse ni una sílaba de lo que allí
se dijera.

—Exactamente —dijo el director—. Muchacho, tiene que darse cuenta de
lo irresponsable que sería que yo le permitiera quedarse en el castillo al
término del trimestre. Especialmente después de la tragedia..., la muerte de
esa pobre muchacha... Usted estará muchísimo más seguro en el orfanato. De
hecho, el Ministerio de Magia se está planteando cerrar el colegio. No creo que
vayamos a poder localizar al..., descubrir el origen de todos estos sucesos tan


desagradables...

Ryddle abrió más los ojos.

—Señor, si esa persona fuera capturada... Si todo terminara...

—¿Qué quiere decir? —preguntó Dippet, soltando un gallo. Se incorporó
en el asiento—. ¿Ryddle, sabe usted algo sobre esas agresiones?

—No, señor —respondió Ryddle con presteza.

Pero Harry estaba seguro de que aquel «no» era del mismo tipo que el que
él mismo había dado a Dumbledore.

Dippet volvió a hundirse en el asiento, ligeramente decepcionado.

—Puede irse, Tom.

Ryddle se levantó del asiento y salió de la habitación pisando fuerte. Harry
fue tras él.

Bajaron por la escalera de caracol que se movía sola, y salieron al
corredor, que ya iba quedando en penumbra, junto a la gárgola. Ryddle se
detuvo y Harry hizo lo mismo, mirándolo. Le pareció que Ryddle estaba
concentrado: se mordía los labios y tenía la frente fruncida.

Luego, como si hubiera tomado una decisión repentina, salió
precipitadamente, y Harry lo siguió en silencio. No vieron a nadie hasta llegar al
vestíbulo, cuando un mago de gran estatura, con el cabello largo y ondulado de
color castaño rojizo y con barba, llamó a Ryddle desde la escalera de mármol.

—¿Qué hace paseando por aquí tan tarde, Tom?

Harry miró sorprendido al mago. No era otro que Dumbledore, con
cincuenta años menos.

—Tenía que ver al director, señor —respondió Ryddle.

—Bien, pues váyase enseguida a la cama —le dijo Dumbledore,
dirigiéndole a Ryddle la misma mirada penetrante que Harry conocía tan bien—
. Es mejor no andar por los pasillos durante estos días, desde que...

Suspiró hondo, dio las buenas noches a Ryddle y se marchó con paso
decidido. Ryddle esperó que se fuera y a continuación, con rapidez, tomó el
camino de las escaleras de piedra que bajaban a las mazmorras, seguido por
Harry.

Pero, para su decepción, Ryddle no lo condujo a un pasadizo oculto ni a un
túnel secreto, sino a la misma mazmorra en que Snape les daba clase. Como
las antorchas no estaban encendidas y Ryddle había cerrado casi
completamente la puerta, lo único que Harry veía era a Ryddle, que, inmóvil
tras la puerta, vigilaba el corredor que había al otro lado.


A Harry le pareció que permanecían allí al menos una hora. Seguía viendo
únicamente la figura de Ryddle en la puerta, mirando por la rendija,
aguardando inmóvil. Y cuando Harry dejó de sentirse expectante y tenso, y
empezaron a entrarle ganas de volver al presente, oyó que se movía alga al
otro lado de la puerta.

Alguien caminaba por el corredor sigilosamente. Quienquiera que fuese,
pasó ante la mazmorra en la que estaban ocultos él y Ryddle. Éste, silencioso
como una sombra, cruzó la puerta y lo siguió, con Harry detrás, que se ponía
de puntillas, sin recordar que no le podían oír.

Persiguieron los pasos del desconocido durante unos cinco minutos,
cuando de improviso Ryddle se detuvo, inclinando la cabeza hacia el lugar del
que provenían unos ruidos. Harry oyó el chirrido de una puerta y luego a
alguien que hablaba en un ronco susurro.

—Vamos..., te voy a sacar de aquí ahora..., a la caja...

Algo le resultaba conocido en aquella voz.

De repente, Ryddle dobló la esquina de un salto. Harry lo siguió y pudo ver
la silueta de un muchacho alto como un gigante que estaba en cuclillas delante
de una puerta abierta, junto a una caja muy grande.

—Hola, Rubeus —dijo Ryddle con voz seria.

El muchacho cerró la puerta de golpe y se levantó.

—¿Qué haces aquí, Tom?

Ryddle se le acercó.

—Todo ha terminado —dijo—. Voy a tener que entregarte, Rubeus. Dicen
que cerrarán Hogwarts si los ataques no cesan.

—¿Que vas a...?

—No creo que quisieras matar a nadie. Pero los monstruos no son buenas
mascotas. Me imagino que lo dejaste salir para que le diera el aire y...

—¡No ha matado a nadie! —interrumpió el muchachote, retrocediendo
contra la puerta cerrada. Harry oía unos curiosos chasquidos y crujidos
procedentes del otro lado de la puerta.

—Vamos, Rubeus —dijo Ryddle, acercándose aún más—. Los padres de
la chica muerta llegarán mañana. Lo menos que puede hacer Hogwarts es
asegurarse de que lo que mató a su hija sea sacrificado...

—¡No fue él! —gritó el muchacho. Su voz resonaba en el oscuro
corredor—. ¡No sería capaz! ¡Nunca!

—Hazte a un lado —dijo Ryddle, sacando su varita mágica.

Su conjuro iluminó el corredor con un resplandor repentino. La puerta que había detrás del muchacho se abrió con tal fuerza que golpeó contra el muro que había enfrente. Por el hueco salió algo que hizo a Harry proferir un grito que nadie sino él pudo oír.

Un cuerpo grande, peludo, casi a ras de suelo, y una maraña de patas negras, varios ojos resplandecientes y unas pinzas afiladas como navajas... Ryddle levantó de nuevo la varita, pero fue demasiado tarde. El monstruo lo derribó al escabullirse, enfilando a toda velocidad por el corredor y perdiéndose de vista. Ryddle se incorporó, buscando la varita. Consiguió cogerla, pero el muchachón se lanzó sobre él, se la arrancó de las manos y lo tiró de espaldas contra el suelo, al tiempo que gritaba: ¡NOOOOOOOO!

Todo empezó a dar vueltas y la oscuridad se hizo completa. Harry sintió que caía y aterrizó de golpe con los brazos y las piernas extendidos sobre su cama en el dormitorio de Gryffindor, y con el diario de Ryddle abierto sobre el abdomen.

Antes de que pudiera recuperar el aliento, se abrió la puerta del dormitorio y entró Ron.

—¡Estás aquí! —dijo.

Harry se sentó. Estaba sudoroso y temblaba.

—¿Qué pasa? —dijo Ron, preocupado.

—Fue Hagrid, Ron. Hagrid abrió la Cámara de los Secretos hace cincuenta años.

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