martes, 29 de agosto de 2017

Capitulo 14. Cornelius Fudge

Harry, Ron y Hermione siempre habían sabido que Hagrid sentía una
desgraciada afición por las criaturas grandes y monstruosas. Durante el curso
anterior en Hogwarts había intentado criar un dragón en su pequeña cabaña de
madera, y pasaría mucho tiempo antes de que pudieran olvidar al perro gigante
de tres cabezas al que había puesto por nombre Fluffy. Harry estaba seguro de
que si, de niño, Hagrid se enteró de que había un monstruo oculto en algún


lugar del castillo, hizo lo imposible por echarle un vistazo. Seguro que le
parecía inhumano haber tenido encerrado al monstruo tanto tiempo y debía de
pensar que el pobre tenía derecho a estirar un poco sus numerosas piernas.
Podía imaginarse perfectamente a Hagrid, con trece años, intentando ponerle
un collar y una correa. Pero también estaba seguro de que él nunca había
tenido intención de matar a nadie.

Harry casi habría preferido no haber averiguado el funcionamiento del
diario de Ryddle. Ron y Hermione le pedían constantemente que les contase
una y otra vez todo lo que había visto, hasta que se cansaba de tanto hablar y
de las largas conversaciones que seguían a su relato y que no conducían a
ninguna parte.

—A lo mejor Ryddle se equivocó de culpable —decía Hermione—. A lo
mejor el que atacaba a la gente era otro monstruo...

—¿Cuántos monstruos crees que puede albergar este castillo? —le
preguntó Ron, aburrido.

—Ya sabíamos que a Hagrid lo habían expulsado —dijo Harry, apenado—.
Y supongo que entonces los ataques cesaron. Si no hubiera sido así, a Ryddle
no le habrían dado ningún premio.

Ron intentó verlo de otro modo.

—Ryddle me recuerda a Percy. Pero ¿por qué tuvo que delatar a Hagrid?

—El monstruo había matado a una persona, Ron —contestó Hermione.

—Y Ryddle habría tenido que volver al orfanato muggle si hubieran cerrado
Hogwarts —dijo Harry—. No lo culpo por querer quedarse aquí.

Ron se mordió un labio y luego vaciló al decir:

—Tú te encontraste a Hagrid en el callejón Knockturn, ¿verdad, Harry?

—Dijo que había ido a comprar un repelente contra las babosas carnívoras
—dijo Harry con presteza.

Se quedaron en silencio. Tras una pausa prolongada, Hermione tuvo una
idea elemental.

—¿Por qué no vamos y le preguntamos a Hagrid?

—Sería una visita muy cortés —dijo Ron—. Hola, Hagrid, dinos, ¿has
estado últimamente dejando en libertad por el castillo a una cosa furiosa y
peluda?

Al final, decidieron no decir nada a Hagrid si no había otro ataque, y como
los días se sucedieron sin siquiera un susurro de la voz que no salía de ningún
sitio, albergaban la esperanza de no tener que hablar con él sobre el motivo de
su expulsión. Ya habían pasado casi cuatro meses desde que petrificaron a


Justin y a Nick Casi Decapitado, y parecía que todo el mundo creía que el
agresor, quienquiera que fuese, se había retirado, afortunadamente. Peeves se
había cansado por fin de su canción ¡Oh, Potter, eres un zote!; Ernie
Macmillan, un día, en la clase de Herbología, le pidió cortésmente a Harry que
le pasara un cubo de hongos saltarines, y en marzo algunas mandrágoras
montaron una escandalosa fiesta en el Invernadero 3. Esto puso muy contenta
a la profesora Sprout.

—En cuanto empiecen a querer cambiarse unas a las macetas de otras,
sabremos que han alcanzado la madurez —dijo a Harry—. Entonces podremos
revivir a esos pobrecillos de la enfermería.

Durante las vacaciones de Semana Santa, los de segundo tuvieron algo nuevo
en que pensar. Había llegado el momento de elegir optativas para el curso
siguiente, decisión que al menos Hermione se tomó muy en serio.

—Podría afectar a todo nuestro futuro —dijo a Harry y Ron, mientras
repasaban minuciosamente la lista de las nuevas materias, señalándolas.

—Lo único que quiero es no tener Pociones —dijo Harry.

—Imposible —dijo Ron con tristeza—. Seguiremos con todas las materias
que tenemos ahora. Si no, yo me libraría de Defensa Contra las Artes Oscuras.

—¡Pero si ésa es muy importante! —dijo Hermione, sorprendida.

—No tal como la imparte Lockhart —repuso Ron—. Lo único que me ha
enseñado es que no hay que dejar sueltos a los duendecillos.

Neville Longbottom había recibido carta de todos los magos y brujas de su
familia, y cada uno le aconsejaba materias distintas. Confundido y preocupado,
se sentó a leer la lista de las materias y les preguntaba a todos si pensaban
que Aritmancia era más difícil que Adivinación Antigua. Dean Thomas, que,
como Harry, se había criado con muggles, terminó cerrando los ojos y
apuntando a la lista con la varita mágica, y escogió las materias que había
tocado al azar. Hermione no siguió el consejo de nadie y las escogió todas.

Harry sonrió tristemente al imaginar lo que habrían dicho tío Vernon y tía
Petunia si les consultara sobre su futuro de mago. Pero alguien lo ayudó: Percy
Weasley se desvivía por hacerle partícipe de su experiencia.

—Depende de adónde quieras llegar, Harry —le dijo—. Nunca es
demasiado pronto para pensar en el futuro, así que yo te recomendaría
Adivinación. La gente dice que los estudios muggles son la salida más fácil,
pero personalmente creo que los magos deberíamos tener completos conocimientos
de la comunidad no mágica, especialmente si queremos trabajar en


estrecho contacto con ellos. Mira a mi padre, tiene que tratar todo el tiempo con
muggles. A mi hermano Charlie siempre le gustó el trabajo al aire libre, así que
escogió Cuidado de Criaturas Mágicas. Escoge aquello para lo que valgas,
Harry.

Pero lo único que a Harry le parecía que se le daba realmente bien era el
quidditch. Terminó eligiendo las mismas optativas que Ron, pensando que si
era muy malo en ellas, al menos contaría con alguien que podría ayudarle.

A Gryffindor le tocaba jugar el siguiente partido de quidditch contra Hufflepuff.
Wood los machacaba con entrenamientos en equipo cada noche después de
cenar, de forma que Harry no tenía tiempo para nada más que para el quidditch
y para hacer los deberes. Sin embargo, los entrenamientos iban mejor, y la
noche anterior al partido del sábado se fue a la cama pensando que Gryffindor
nunca había tenido más posibilidades de ganar la copa.

Pero su alegría no duró mucho. Al final de las escaleras que conducían al
dormitorio se encontró con Neville Longbottom, que lo miraba desesperado.

—Harry, no sé quién lo hizo. Yo me lo encontré...

Mirando a Harry aterrorizado, Neville abrió la puerta. El contenido del baúl
de Harry estaba esparcido por todas partes. Su capa estaba en el suelo,
rasgada. Le habían levantado las sábanas y las mantas de la cama, y habían
sacado el cajón de la mesita y el contenido estaba desparramado sobre el
colchón.

Harry fue hacia la cama, pisando algunas páginas sueltas de Recorridos
con los trols. No podía creer lo que había sucedido.

En el momento en que Neville y él hacían la cama, entraron Ron, Dean y
Seamus. Dean gritó:

—¿Qué ha sucedido, Harry?

—No tengo ni idea —contestó. Ron examinaba la túnica de Harry. Habían
dado la vuelta a todos los bolsillos.

—Alguien ha estado buscando algo —dijo Ron—. ¿Qué te falta?

Harry empezó a coger sus cosas y a dejarlas en el baúl. Hasta que hubo
separado el último libro de Lockhart, no se dio cuenta de qué era lo que faltaba.

—Se han llevado el diario de Ryddle —dijo a Ron en voz baja.

—¿Qué?

Harry señaló con la cabeza hacia la puerta del dormitorio, y Ron lo siguió.


Bajaron corriendo hasta la sala común de Gryffindor, que estaba medio vacía, y
encontraron a Hermione, sentada, sola, leyendo un libro titulado La adivinación
antigua al alcance de todos.

A Hermione la noticia la dejó aterrorizada.

—Pero... sólo puede haber sido alguien de Gryffindor. Nadie más conoce la
contraseña.

—En efecto —confirmó Harry.

Despertaron al día siguiente con un sol intenso y una brisa ligera y refrescante.

—¡Perfectas condiciones para jugar al quidditch! —dijo Wood emocionado
a los de la mesa de Gryffindor, llevando los platos con los huevos revueltos—.
¡Harry, levanta el ánimo, necesitas un buen desayuno!

Harry había estado observando la mesa abarrotada de Gryffindor,
preguntándose si tendría delante de las narices al nuevo poseedor del diario de
Ryddle. Hermione lo intentaba convencer de que notificara el robo, pero a
Harry no le gustaba la idea. Tendría que contar todo lo referente al diario a
algún profesor, ¿y cuánta gente sabía por qué habían expulsado a Hagrid
hacía cincuenta años? No quería ser él quien lo sacara de nuevo a la luz.

Al abandonar el Gran Comedor con Ron y Hermione para ir a recoger su
equipo de quidditch, otro motivo de preocupación se añadió a la creciente lista
de Harry. Acababa de poner los pies en la escalera de mármol cuando oyó de
nuevo aquella voz:

—Matar esta vez... Déjame desgarrar... Despedazar...

Harry dio un grito, y Ron y Hermione se separaron de él asustados.

—¡La voz! —dijo Harry, mirando a un lado—. Acabo de oírla de nuevo,
¿vosotros no?

Ron, con los ojos muy abiertos, negó con la cabeza. Hermione, sin
embargo, se llevó una mano a la frente.

—¡Harry, creo que acabo de comprender algo! ¡Tengo que ir a la
biblioteca!

Y se fue corriendo por las escaleras.

—¿Qué habrá comprendido? —dijo Harry distraídamente, mirando
alrededor, intentando averiguar de dónde podía provenir la voz.

—Muchas más cosas que yo —respondió Ron, negando con la cabeza.


—Pero ¿por qué habrá tenido que irse a la biblioteca?

—Porque eso es lo que Hermione hace siempre —contestó Ron,
encogiéndose de hombros—. Cuando le entra alguna duda, ¡a la biblioteca!

Harry se quedó indeciso, intentando volver a captar la voz, pero los
alumnos empezaron a salir del Gran Comedor hablando alto, hacia la puerta
principal. Iban al campo de quidditch.

—Será mejor que te muevas —dijo Ron—. Son casi las once..., el partido.

Harry subió a la carrera la torre de Gryffindor, cogió su Nimbus 2.000 y se
mezcló con la gente que se dirigía hacia el campo de juego. Pero su mente se
había quedado en el castillo, donde sonaba la voz que no salía de ningún sitio,
y mientras se ponía su túnica de juego en los vestuarios, su único consuelo era
saber que todos estaban allí para ver el partido.

Los equipos saltaron al campo de juego en medio del clamor del público.
Oliver Wood despegó para hacer un vuelo de calentamiento alrededor de los
postes, y la señora Hooch sacó las bolas. Los de Hufflepuff, que jugaban de color
amarillo canario, se habían reunido para repasar la táctica en el último
minuto.

Harry acababa de montarse en la escoba cuando la profesora McGonagall
llegó corriendo al campo, llevando consigo un megáfono de color púrpura.

—El partido acaba de ser suspendido —gritó por el megáfono la profesora,
dirigiéndose al estadio abarrotado. Hubo gritos y silbidos. Oliver Wood, con
aspecto desolado, aterrizó y fue corriendo a donde estaba la profesora
McGonagall sin desmontar de la escoba.

—¡Pero profesora! —gritó—. Tenemos que jugar... la Copa... Gryffindor...

La profesora McGonagall no le hizo caso y continuó gritando por el
megáfono:

—Todos los estudiantes tienen que volver a sus respectivas salas
comunes, donde les informarán los jefes de sus casas. ¡Id lo más deprisa que
podáis, por favor!

Luego bajó el megáfono e hizo una seña a Harry para que se acercara.

—Potter, creo que será mejor que vengas conmigo.

Preguntándose por qué sospecharía de él en aquella ocasión, Harry vio
que Ron se separaba de la multitud descontenta y se unía a ellos corriendo
para volver al castillo. Para sorpresa de Harry, la profesora McGonagall no se
opuso.

—Sí, quizá sea mejor que tú también vengas, Weasley. Algunos de los
estudiantes que había a su alrededor rezongaban por la suspensión del partido
y otros parecían preocupados. Harry y Ron siguieron a la profesora McGona



gall y, al llegar al castillo, subieron con ella la escalera de mármol. Pero esta
vez no se dirigían a ningún despacho.

—Esto os resultará un poco sorprendente —dijo la profesora McGonagall
con voz amable cuando se acercaban a la enfermería—. Ha habido otro
ataque... Un ataque doble.

A Harry le dio un brinco el corazón. La profesora McGonagall abrió la
puerta y entraron en la enfermería.

La señora Pomfrey atendía a una muchacha de quinto curso con el pelo
largo y rizado. Harry reconoció en ella a la chica de Ravenclaw a la que por
error habían preguntado cómo se iba a la sala común de Slytherin. Y en la
cama de al lado estaba...

—¡Hermione! —gimió Ron.

Hermione yacía completamente inmóvil, con los ojos abiertos y vidriosos.

—Las encontraron junto a la biblioteca —dijo la profesora McGonagall—.
Supongo que no podéis explicarlo. Esto estaba en el suelo, junto a ellas...

Levantó un pequeño espejo redondo.

Harry y Ron negaron con la cabeza, mirando a Hermione.

—Os acompañaré a la torre de Gryffindor —dijo con seriedad la profesora
McGonagall—. De cualquier manera, tengo que hablar a los estudiantes.

—Todos los alumnos estarán de vuelta en sus respectivas salas comunes a las
seis en punto de la tarde. Ningún alumno podrá dejar los dormitorios después
de esa hora. Un profesor os acompañará siempre al aula. Ningún alumno podrá
entrar en los servicios sin ir acompañado por un profesor. Se posponen todos
los partidos y entrenamientos de quidditch. No habrá más actividades
extraescolares.

Los alumnos de Gryffindor, que abarrotaban la sala común, escuchaban en
silencio a la profesora McGonagall, quien al final enrolló el pergamino que
había estado leyendo y dijo con la voz entrecortada por la impresión:

—No necesito añadir que rara vez me he sentido tan consternada. Es
probable que se cierre el colegio si no se captura al agresor. Si alguno de
vosotros sabe de alguien que pueda tener una pista, le ruego que lo diga.

La profesora salió por el agujero del retrato con cierta torpeza, e
inmediatamente los alumnos de Gryffindor rompieron el silencio.

—Han caído dos de Gryffindor, sin contar al fantasma, que también es de


Gryffindor, uno de Ravenclaw y otro de Hufflepuff —dijo Lee Jordan, el amigo
de los gemelos Weasley, contando con los dedos—. ¿No se ha dado cuenta
ningún profesor de que los de Slytherin parecen estar a salvo? ¿No es evidente
que todo esto proviene de Slytherin? El heredero de Slytherin, el monstruo de
Slytherin... ¿Por qué no expulsan a todos los de Slytherin? —preguntó con
fiereza. Hubo alumnos que asintieron y se oyeron algunos aplausos aislados.

Percy Weasley estaba sentado en una silla, detrás de Lee, pero por una
vez no parecía interesado en exponer sus puntos de vista. Estaba pálido y
parecía ausente.

—Percy está asustado —dijo George a Harry en voz baja—. Esa chica de
Ravenclaw.., Penélope Clearwater..., es prefecta. Supongo que Percy creía
que el monstruo no se atrevería a atacar a un prefecto.

Pero Harry sólo escuchaba a medias. No parecía poder olvidar la imagen
de Hermione, inmóvil sobre la cama de la enfermería, como esculpida en
piedra. Y si no pillaban pronto al culpable, él tendría que pasar el resto de su
vida con los Dursley. Tom Ryddle había delatado a Hagrid ante la perspectiva
del orfanato muggle si se cerraba el colegio. Harry entendía perfectamente
cómo se había sentido.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Ron a Harry al oído—. ¿Crees que
sospechan de Hagrid?

—Tenemos que ir a hablar con él —dijo Harry, decidido—. No creo que
esta vez sea él, pero si fue el que lo liberó la última vez, también sabrá llegar
hasta la Cámara de los Secretos, y algo es algo.

—Pero McGonagall nos ha dicho que tenemos que permanecer en
nuestras torres cuando no estemos en clase...

—Creo —dijo Harry, en voz todavía más baja— que ha llegado ya el
momento de volver a sacar la vieja capa de mi padre.

Harry sólo había heredado una cosa de su padre: una capa larga y plateada
para hacerse invisible. Era su única posibilidad para salir a hurtadillas del
colegio y visitar a Hagrid sin que nadie se enterara. Fueron a la cama a la hora
habitual, esperaron a que Neville, Dean y Seamus hubieran dejado de hablar
sobre la Cámara de los Secretos y se durmieran, y entonces se levantaron,
volvieron a vestirse y se cubrieron con la capa.

El recorrido por los corredores oscuros del castillo no fue en absoluto
agradable. Harry, que ya en ocasiones anteriores había caminado por allí de
noche, no lo había visto nunca, después de la puesta del sol, tan lleno de
gente: profesores, prefectos y fantasmas circulaban por los corredores en
parejas, buscando cualquier detalle sospechoso. Como, a pesar de llevar la
capa invisible, hacían el mismo ruido de siempre, hubo un instante


especialmente tenso cuando Ron se dio un golpe en un dedo del pie, y estaban
muy cerca del lugar en que Snape montaba guardia. Afortunadamente, Snape
estornudó en el momento preciso en que Ron gritó. Cuando finalmente
alcanzaron la puerta principal de roble y la abrieron con cuidado, suspiraron
aliviados.

Era una noche clara y estrellada. Avanzaron con rapidez guiándose por la
luz de las ventanas de la cabaña de Hagrid, y no se desprendieron de la capa
hasta que hubieron llegado ante la puerta.

Unos segundos después de llamar, Hagrid les abrió. Les apuntaba con una
ballesta, y Fang, el perro jabalinero, ladraba furiosamente detrás de él.

—¡Ah! —dijo, bajando el arma y mirándolos—. ¿Qué hacéis aquí los dos?

—¿Para qué es eso? —preguntó Harry, señalando la ballesta al entrar.

—Nada, nada... —susurró Hagrid—. Estaba esperando... No importa...
Sentaos, prepararé té.

Parecía que apenas sabía lo que hacía. Casi apagó el fuego al derramar
agua de la tetera metálica, y luego rompió la de cerámica de puros nervios al
golpearla con la mano.

—¿Estás bien, Hagrid? —dijo Harry—. ¿Has oído lo de Hermione?

—¡Ah, sí, claro que lo he oído! —dijo Hagrid con la voz entrecortada.

Miró por la ventana, nervioso. Les sirvió sendas jarritas llenas sólo de agua
hirviendo (se le había olvidado poner las bolsitas de té). Cuando les estaba
poniendo en un plato un trozo de pastel de frutas, aporrearon la puerta.

Se le cayó el pastel. Harry y Ron intercambiaron miradas de pánico, se
echaron encima la capa para hacerse invisibles y se retiraron a un rincón
oculto. Tras asegurarse de que no se les veía, Hagrid cogió la ballesta y fue
otra vez a abrir la puerta.

—Buenas noches, Hagrid.

Era Dumbledore. Entró, muy serio, seguido por otro individuo de aspecto
muy raro.

El desconocido era un hombre bajo y corpulento, con el pelo gris
alborotado y expresión nerviosa. Llevaba una extraña combinación de ropas:
traje de raya diplomática, corbata roja, capa negra larga y botas púrpura
acabadas en punta. Sujetaba bajo el brazo un sombrero hongo verde lima.

—¡Es el jefe de mi padre! —musitó Ron—. ¡Cornelius Fudge, el ministro de
Magia!

Harry dio un codazo a Ron para que se callara.


Hagrid estaba pálido y sudoroso. Se dejó caer abatido en una de las sillas
y miró a Dumbledore y luego a Cornelius Fudge.

—¡Feo asunto, Hagrid! —dijo Fudge, telegráficamente—. Muy feo. He
tenido que venir. Cuatro ataques contra hijos de muggles. El Ministerio tiene
que intervenir.

—Yo nunca... —dijo Hagrid, mirando implorante a Dumbledore—. Usted
sabe que yo nunca, profesor Dumbledore, señor...

—Quiero que quede claro, Cornelius, que Hagrid cuenta con mi plena
confianza —dijo Dumbledore, mirando a Fudge con el entrecejo fruncido.

—Mira, Albus —dijo Fudge, incómodo—. Hagrid tiene antecedentes. El
Ministerio tiene que hacer algo... El consejo escolar se ha puesto en contacto...

—Aun así, Cornelius, insisto en que echar a Hagrid no va a solucionar
nada —dijo Dumbledore. Los ojos azules le brillaban de una manera que Harry
no había visto nunca.

—Míralo desde mi punto de vista —dijo Fudge, cogiendo el sombrero y
haciéndolo girar entre las manos—. Me están presionando. Tengo que
acreditar que hacemos algo. Si se demuestra que no fue Hagrid, regresará y no
habrá más que decir. Pero tengo que llevármelo. Tengo que hacerlo. Si no, no
estaría cumpliendo con mi deber...

—¿Llevarme? —dijo Hagrid, temblando—. ¿Llevarme adónde?

—Sólo por poco tiempo —dijo Fudge, evitando los ojos de Hagrid—. No se
trata de un castigo, Hagrid, sino más bien de una precaución. Si atrapamos al
culpable, a usted se le dejará salir con una disculpa en toda regla.

—¿No será a Azkaban? —preguntó Hagrid con voz ronca.

Antes de que Fudge pudiera responder, llamaron con fuerza a la puerta.

Abrió Dumbledore. Ahora fue Harry quien recibió un codazo en las
costillas, porque había dejado escapar un grito ahogado bien audible.

El señor Lucius Malfoy entró en la cabaña de Hagrid con paso decidido,
envuelto en una capa de viaje negra y con una gélida sonrisa de satisfacción.
Fang se puso a aullar.

—¡Ah, ya está aquí, Fudge! —dijo complacido al entrar—. Bien, bien...

—¿Qué hace usted aquí? —le dijo Hagrid furioso—. ¡Salga de mi casa!

—Créame, buen hombre, que no me produce ningún placer entrar en
esta... ¿la ha llamado casa? —repuso Lucius Malfoy contemplando la cabaña
con desprecio—. Simplemente, he ido al colegio y me han dicho que el director
estaba aquí.


—¿Y qué es lo que quiere de mí, exactamente, Lucius? —dijo Dumbledore.
Hablaba cortésmente, pero aún tenía los ojos azules llenos de furia.

—Es lamentable, Dumbledore —dijo perezosamente el señor Malfoy,
sacando un rollo de pergamino—, pero el consejo escolar ha pensado que es
hora de que usted abandone. Aquí traigo una orden de cese, y aquí están las
doce firmas. Me temo que este asunto se le ha escapado de las manos.
¿Cuántos ataques ha habido ya? Otros dos esta tarde, ¿no es cierto? A este
ritmo, no quedarán en Hogwarts alumnos de familia muggle, y todos sabemos
el gran perjuicio que ello supondría para el colegio.

—¿Qué? ¡Vaya, Lucius! —dijo Fudge, alarmado—, Dumbledore cesado...
No, no..., lo último que querría, precisamente ahora...

—El nombramiento y el cese del director son competencia del consejo
escolar, Fudge —dijo con suavidad el señor Malfoy—. Y como Dumbledore no
ha logrado detener las agresiones...

—Pero, Lucius, si Dumbledore no ha logrado detenerlas —dijo Fudge, que
tenía el labio superior empapado en sudor—, ¿quién va a poder?

—Ya se verá —respondió el señor Malfoy con una desagradable sonrisa—.
Pero como los doce hemos votado...

Hagrid se levantó de un salto, y su enredada cabellera negra rozó el techo.

—¿Y a cuántos ha tenido que amenazar y chantajear para que accedieran,
eh, Malfoy? —preguntó.

—Muchacho, muchacho, por Dios, este temperamento suyo le dará un
disgusto un día de éstos —dijo Malfoy—. Me permito aconsejarle que no grite
de esta manera a los carceleros de Azkaban. No creo que se lo tomen a bien.

—¡Puede quitar a Dumbledore! —chilló Hagrid, y Fang, el perro jabalinero,
se encogió y gimoteó en su cesta—. ¡Lléveselo, y los alumnos de familia
muggle no tendrán ni una oportunidad! ¡Y habrá más asesinatos!

—Cálmate, Hagrid —le dijo bruscamente Dumbledore. Luego se dirigió a
Lucius Malfoy—. Si el consejo escolar quiere mi renuncia, Lucius, me iré.

—Pero... —tartamudeó Fudge.

—¡No! —gimió Hagrid.

Dumbledore no había apartado sus vivos ojos azules de los ojos fríos y
grises de Malfoy.

—Sin embargo —dijo Dumbledore, hablando muy claro y despacio, para
que todos entendieran cada una de sus palabras—, sólo abandonaré de verdad
el colegio cuando no me quede nadie fiel. Y Hogwarts siempre ayudará al que
lo pida.


Durante un instante, Harry estuvo convencido de que Dumbledore les
había guiñado un ojo, mirando hacia el rincón donde Ron y él estaban ocultos.

—Admirables sentimientos —dijo Malfoy, haciendo una inclinación—.
Todos echaremos de menos su personalísima forma de dirigir el centro, Albus,
y sólo espero que su sucesor consiga evitar los... asesinatos.

Se dirigió con paso decidido a la puerta de la cabaña, la abrió, saludó a
Dumbledore con una inclinación y le indicó que saliera. Fudge esperaba, sin
dejar de manosear su sombrero, a que Hagrid pasara delante, pero Hagrid no
se movió, sino que respiró hondo y dijo pausadamente:

—Si alguien quisiera desentrañar este embrollo, lo único que tendría que
hacer es seguir a las arañas. Ellas lo conducirían. Eso es todo lo que tengo que
decir. —Fudge lo miró extrañado—. De acuerdo, ya voy —añadió, poniéndose
el abrigo de piel de topo. Cuando estaba a punto de seguir a Fudge por la
puerta, se detuvo y dijo en voz alta—: Y alguien tendrá que darle de comer a
Fang mientras estoy fuera.

La puerta se cerró de un golpe y Ron se quitó la capa invisible.

—En menudo embrollo estamos metidos —dijo con voz ronca—. Sin
Dumbledore. Podrían cerrar el colegio esta misma noche. Sin él, habrá un
ataque cada día.

Fang se puso a aullar, arañando la puerta.

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