martes, 29 de agosto de 2017

Capitulo 7. Los «sangre sucia» y una voz misteriosa

Durante los días siguientes, Harry pasó bastante tiempo esquivando a Gilderoy
Lockhart cada vez que lo veía acercarse por un corredor. Pero más difícil aún
era evitar a Colin Creevey, que parecía saberse de memoria el horario de
Harry. Nada le hacía tan feliz como preguntar «¿Va todo bien, Harry?» seis o
siete veces al día, y oír «Hola, Colin» en respuesta, a pesar de que la voz de
Harry en tales ocasiones sonaba irritada.

Hedwig seguía enfadada con Harry a causa del desastroso viaje en coche,
y la varita de Ron, que todavía no funcionaba correctamente, se superó a sí
misma el viernes por la mañana al escaparse de la mano de Ron en la clase de
Encantamientos y dispararse contra el profesor Flitwick, que era viejo y bajito, y
golpearle directamente entre los ojos, produciéndole un gran divieso verde y
doloroso en el lugar del impacto. Así que, entre unas cosas y otras, Harry se
alegró muchísimo cuando llegó el fin de semana, porque Ron, Hermione y él
habían planeado hacer una visita a Hagrid el sábado por la mañana.

Pero el capitán del equipo de quidditch de Gryffindor, Oliver Wood,
despertó a Harry con un zarandeo varias horas antes de lo que él habría
deseado.


—¿Qué pasa? —preguntó Harry aturdido.

—¡Entrenamiento de quidditch! —respondió Wood—. ¡Vamos!

Harry miró por la ventana, entornando los ojos. Una neblina flotaba en el
cielo de color rojizo y dorado. Una vez despierto, se preguntó cómo había
podido dormir con semejante alboroto de pájaros.

—Oliver —observó Harry con voz ronca—, si todavía está amaneciendo...

—Exacto —respondió Wood. Era un muchacho alto y fornido de sexto
curso y, en aquel momento, tenía los ojos brillantes de entusiasmo—. Forma
parte de nuestro nuevo programa de entrenamiento. Venga, coge tu escoba y
andando —dijo Wood con decisión—. Ningún equipo ha empezado a entrenar
todavía. Este año vamos a ser los primeros en empezar...

Bostezando y un poco tembloroso, Harry saltó de la cama e intentó buscar
su túnica de quidditch.

—¡Así me gusta! —dijo Wood—. Nos veremos en el campo dentro de
quince minutos.

Encima de la túnica roja del equipo de Gryffindor se puso la capa para no
pasar frío, garabateó a Ron una nota en la que le explicaba adónde había ido y
bajó a la sala común por la escalera de caracol, con la Nimbus 2.000 sobre el
hombro. Al llegar al retrato por el que se salía, oyó tras él unos pasos y vio que
Colin Creevey bajaba las escaleras corriendo, con la cámara colgada del
cuello, que se balanceaba como loca, y llevaba algo en la mano.

—¡Oí que alguien pronunciaba tu nombre en las escaleras, Harry! ¡Mira lo
que tengo aquí! La he revelado y te la quería enseñar...

Desconcertado, Harry miró la fotografía que Colin sostenía delante de su
nariz.

Un Lockhart móvil en blanco y negro tiraba de un brazo que Harry
reconoció como suyo. Le complació ver que en la fotografía él aparecía
ofreciendo resistencia y rehusando entrar en la foto. Al mirarlo Harry, Lockhart
soltó el brazo, jadeando, y se desplomó contra el margen blanco de la fotografía
con gesto teatral.

—¿Me la firmas? —le pidió Colin con fervor.

—No —dijo Harry rotundamente, mirando en torno para comprobar que
realmente no había nadie en la sala—. Lo siento, Colin, pero tengo prisa.
Tengo entrenamiento de quidditch.

Y salió por el retrato.

—¡Eh, espérame! ¡Nunca he visto jugar al quidditch!

Colin se metió apresuradamente por el agujero, detrás de Harry.


—Será muy aburrido —dijo Harry enseguida, pero Colin no le hizo caso.
Los ojos le brillaban de emoción.

—Tú has sido el jugador más joven de la casa en los últimos cien años,
¿verdad, Harry? ¿Verdad que sí? —le preguntó Colin, corriendo a su lado—.
Tienes que ser estupendo. Yo no he volado nunca. ¿Es fácil? ¿Ésa es tu
escoba? ¿Es la mejor que hay?

Harry no sabía cómo librarse de él. Era como tener una sombra habladora,
extremadamente habladora.

—No sé cómo es el quidditch, en realidad —reconoció Colin, sin aliento—.
¿Es verdad que hay cuatro bolas? ¿Y que dos van por ahí volando, tratando de
derribar a los jugadores de sus escobas?

—Si —contestó Harry de mala gana, resignado a explicarle las
complicadas reglas del juego del quidditch—. Se llaman bludgers. Hay dos
bateadores en cada equipo, con bates para golpear las bludgers y alejarlas de
sus compañeros. Los bateadores de Gryffindor son Fred y George Weasley.

—¿Y para qué sirven las otras pelotas? —preguntó Colin, dando un
tropiezo porque iba mirando a Harry con la boca abierta.

—Bueno, la quaffle, que es una pelota grande y roja, es con la que se
marcan los goles. Tres cazadores en cada equipo se pasan la quaffle de uno a
otro e intentan introducirla por los postes que están en el extremo del campo,
tres postes largos con aros al final.

—¿Y la cuarta bola?

—Es la snitch —dijo Harry—, es dorada, muy pequeña, rápida y difícil deatrapar. Ésa es la misión de los buscadores, porque el juego del quidditch no
finaliza hasta que se atrapa la snitch. Y el equipo cuyo buscador la haya
atrapado gana ciento cincuenta puntos.

—Y tú eres el buscador de Gryffindor, ¿verdad? —preguntó Colin
emocionado.

—Sí —dijo Harry, mientras dejaban el castillo y pisaban el césped
empapado de rocío—. También está el guardián, el que guarda los postes.
Prácticamente, en eso consiste el quidditch.

Pero Colin no descansó un momento y fue haciendo preguntas durante
todo el camino ladera abajo, hasta que llegaron al campo de quidditch, y Harry
pudo deshacerse de él al entrar en los vestuarios. Colin le gritó en voz alta:

—¡Voy a pillar un buen sitio, Harry! —Y se fue corriendo a las gradas.

El resto del equipo de Gryffindor ya estaba en los vestuarios. El único que
parecía realmente despierto era Wood. Fred y George Weasley estaban
sentados, con los ojos hinchados y el pelo sin peinar, junto a Alicia Spinnet, de
cuarto curso, que parecía que se estaba quedando dormida apoyada en la


pared. Sus compañeras cazadoras, Katie Bell y Angelina Johnson, sentadas
una junto a otra, bostezaban enfrente de ellos.

—Por fin, Harry, ¿por qué te has entretenido? —preguntó Wood
enérgicamente—. Veamos, quiero deciros unas palabras antes de que
saltemos al campo, porque me he pasado el verano diseñando un programa de
entrenamiento completamente nuevo, que estoy seguro de que nos hará
mejorar.

Wood sostenía un plano de un campo de quidditch, lleno de líneas, flechas
y cruces en diferentes colores. Sacó la varita mágica, dio con ella un golpe en
la tabla y las flechas comenzaron a moverse como orugas. En el momento en
que Wood se lanzó a soltar el discurso sobre sus nuevas tácticas, a Fred
Weasley se le cayó la cabeza sobre el hombro de Alicia Spinnet y empezó a
roncar.

Le llevó casi veinte minutos a Wood explicar los esquemas de la primera
tabla, pero a continuación hubo otra, y después una tercera. Harry se
adormecía mientras el capitán seguía hablando y hablando.

—Bueno —dijo Wood al final, sacando a Harry de sus fantasías sobre los
deliciosos manjares que podría estar desayunando en ese mismo instante en el
castillo—. ¿Ha quedado claro? ¿Alguna pregunta?

—Yo tengo una pregunta, Oliver —dijo George, que acababa de despertar
dando un respingo—. ¿Por qué no nos contaste todo esto ayer cuando
estábamos despiertos?

A Wood no le hizo gracia.

—Escuchadme todos —les dijo, con el entrecejo fruncido—, tendríamos
que haber ganado la copa de quidditch el año pasado. Éramos el mejor equipo
con diferencia. Pero, por desgracia, y debido a circunstancias que escaparon a
nuestro control...

Harry se removió en el asiento, con un sentimiento de culpa. Durante el
partido final del año anterior, había permanecido inconsciente en la enfermería,
con la consecuencia de que Gryffindor había contado con un jugador menos y
había sufrido su peor derrota de los últimos trescientos años.

Wood tardó un momento en recuperar el dominio. Era evidente que la
última derrota todavía lo atormentaba.

—De forma que este año entrenaremos más que nunca... ¡Venga, salid y
poned en práctica las nuevas teorías! —gritó Wood, cogiendo su escoba y
saliendo el primero de los vestuarios. Con las piernas entumecidas y
bostezando, le siguió el equipo.

Habían permanecido tanto tiempo en los vestuarios, que el sol ya estaba
bastante alto, aunque sobre el estadio quedaban restos de niebla. Cuando
Harry saltó al terreno de juego, vio a Ron y Hermione en las gradas.


—¿Aún no habéis terminado? —preguntó Ron, perplejo.

—Aún no hemos empezado —respondió Harry, mirando con envidia las
tostadas con mermelada que Ron y Hermione se habían traído del Gran
Comedor—. Wood nos ha estado enseñando nuevas estrategias.

Montó en la escoba y, dando una patada en el suelo, se elevó en el aire. El
frío aire de la mañana le azotaba el rostro, consiguiendo despertarle bastante
más que la larga exposición de Wood. Era maravilloso regresar al campo de
quidditch. Dio una vuelta por el estadio a toda velocidad, haciendo una carrera
con Fred y George.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó Fred, cuando doblaban la esquina a toda
velocidad.

Harry miró a las gradas. Colin estaba sentado en uno de los asientos
superiores, con la cámara levantada, sacando una foto tras otra, y el sonido de
la cámara se ampliaba extraordinariamente en el estadio vacío.

—¡Mira hacia aquí, Harry! ¡Aquí! —chilló.

—¿Quién es ése? —preguntó Fred.

—Ni idea —mintió Harry, acelerando para alejarse lo más posible de Colin.

—¿Qué pasa? —dijo Wood frunciendo el entrecejo y volando hacia ellos.
¿Por qué saca fotos aquél? No me gusta. Podría ser un espía de Slytherin que
intentara averiguar en qué consiste nuestro programa de entrenamiento.

—Es de Gryffindor —dijo rápidamente Harry.

—Y los de Slytherin no necesitan espías, Oliver —observó George.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Wood con irritación.

—Porque están aquí en persona —dijo George, señalando hacia un grupo
de personas vestidas con túnicas verdes que se dirigían al campo, con las
escobas en la mano.

—¡No puedo creerlo! —dijo Wood indignado—. ¡He reservado el campo
para hoy! ¡Veremos qué pasa!

Wood se dirigió velozmente hacia el suelo. Debido al enojo aterrizó más
bruscamente de lo que habría querido y al desmontar se tambaleó un poco.
Harry, Fred y George lo siguieron.

—Flint —gritó Wood al capitán del equipo de Slytherin—, es nuestro turno
de entrenamiento. Nos hemos levantado a propósito. ¡Así que ya podéis
largaros!

Marcus Flint aún era más corpulento que Wood. Con una expresión de
astucia digna de un trol, replicó:


—Hay bastante sitio para todos, Wood.

Angelina, Alicia y Katie también se habían acercado. No había chicas entre
los del equipo de Slytherin, que formaban una piña frente a los de Gryffindor y
miraban burlonamente a Wood.

—¡Pero yo he reservado el campo! —dijo Wood, escupiendo la rabia—. ¡Lo
he reservado!

—¡Ah! —dijo Flint—, pero nosotros traemos una hoja firmada por el
profesor Snape. «Yo, el profesor S. Snape, concedo permiso al equipo de
Slytherin para entrenar hoy en el campo de quidditch debido a su necesidad de
dar entrenamiento al nuevo buscador.»

—¿Tenéis un buscador nuevo? —preguntó Wood, preocupado—. ¿Quién
es?

Detrás de seis corpulentos jugadores, apareció un séptimo, más pequeño,
que sonreía con su cara pálida y afilada: era Draco Malfoy.

—¿No eres tú el hijo de Lucius Malfoy? —preguntó Fred, mirando a Malfoy
con desagrado.

—Es curioso que menciones al padre de Malfoy —dijo Flint, mientras el
conjunto de Slytherin sonreía aún más—. Déjame que te enseñe el generoso
regalo que ha hecho al equipo de Slytherin.

Los siete presentaron sus escobas. Siete mangos muy pulidos,
completamente nuevos, y siete placas de oro que decían «Nimbus 2.001»
brillaron ante las narices de los de Gryffindor al temprano sol de la mañana.

—Ultimísimo modelo. Salió el mes pasado —dijo Flint con un ademán de
desprecio, quitando una mota de polvo del extremo de la suya—. Creo que deja
muy atrás la vieja serie 2.000. En cuanto a las viejas Barredoras —sonrió mirando
desdeñosamente a Fred y George, que sujetaban sendas Barredora 5—,
mejor que las utilicéis para borrar la pizarra.

Durante un momento, a ningún jugador de Gryffindor se le ocurrió qué
decir. Malfoy sonreía con tantas ganas que tenía los ojos casi cerrados.

—Mirad —dijo Flint—. Invaden el campo.

Ron y Hermione cruzaban el césped para enterarse de qué pasaba.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Ron a Harry—. ¿Por qué no jugáis? ¿Y
qué está haciendo ése aquí?

Miraba a Malfoy, vestido con su túnica del equipo de quidditch de Slytherin.

—Soy el nuevo buscador de Slytherin, Weasley —dijo Malfoy, con
petulancia—. Estamos admirando las escobas que mi padre ha comprado para
todo el equipo.


Ron miró boquiabierto las siete soberbias escobas que tenía delante.

—Son buenas, ¿eh? —dijo Malfoy con sorna—. Pero quizás el equipo de
Gryffindor pueda conseguir oro y comprar también escobas nuevas. Podríais
subastar las Barredora 5. Cualquier museo pujaría por ellas.

El equipo de Slytherin estalló de risa.

—Pero en el equipo de Gryffindor nadie ha tenido que comprar su acceso
—observó Hermione agudamente—. Todos entraron por su valía.

Del rostro de Malfoy se borró su mirada petulante.

—Nadie ha pedido tu opinión, asquerosa sangre sucia —espetó él.

Harry comprendió enseguida que lo que había dicho Malfoy era algo
realmente grave, porque sus palabras provocaron de repente una reacción
tumultuosa. Flint tuvo que ponerse rápidamente delante de Malfoy para evitar
que Fred y George saltaran sobre él. Alicia gritó «¡Cómo te atreves!», y Ron se
metió la mano en la túnica y, sacando su varita mágica, amenazó «¡Pagarás
por esto, Malfoy!», y sacando la varita por debajo del brazo de Flint, la dirigió al
rostro de Malfoy

Un estruendo resonó en todo el estadio, y del extremo roto de la varita de
Ron surgió un rayo de luz verde que, dándole en el estómago, lo derribó sobre
el césped.

—¡Ron! ¡Ron! ¿Estás bien? —chilló Hermione.

Ron abrió la boca para decir algo, pero no salió ninguna palabra. Por el
contrario, emitió un tremendo eructo y le salieron de la boca varias babosas
que le cayeron en el regazo.

El equipo de Slytherin se partía de risa. Flint se desternillaba, apoyado en
su escoba nueva. Malfoy, a cuatro patas, golpeaba el suelo con el puño. Los de
Gryffindor rodeaban a Ron, que seguía vomitando babosas grandes y
brillantes. Nadie se atrevía a tocarlo.

—Lo mejor es que lo llevemos a la cabaña de Hagrid, que está más cerca
—dijo Harry a Hermione, quien asintió valerosamente, y entre los dos cogieron
a Ron por los brazos.

—¿Qué ha ocurrido, Harry? ¿Qué ha ocurrido? ¿Está enfermo? Pero
podrás curarlo, ¿no? —Colin había bajado corriendo de su puesto e iba dando
saltos al lado de ellos mientras salían del campo. Ron tuvo una horrible arcada
y más babosas le cayeron por el pecho—. ¡Ah! —exclamó Colin, fascinado y
levantando la cámara—, ¿puedes sujetarlo un poco para que no se mueva,
Harry?

—¡Fuera de aquí, Colin! —dijo Harry enfadado. Entre él y Hermione
sacaron a Ron del estadio y se dirigieron al bosque a través de la explanada.


—Ya casi llegamos, Ron —dijo Hermione, cuando vieron a lo lejos la
cabaña del guardián—. Dentro de un minuto estarás bien. Ya falta poco.

Les separaban siete metros de la casa de Hagrid cuando se abrió la
puerta. Pero no fue Hagrid el que salió por ella, sino Gilderoy Lockhart, que
aquel día llevaba una túnica de color malva muy claro. Se les acercó con paso
decidido.

—Rápido, aquí detrás —dijo Harry, escondiendo a Ron detrás de un
arbusto que había allí. Hermione los siguió, de mala gana.

—¡Es muy sencillo si sabes hacerlo! —decía Lockhart a Hagrid en voz
alta—. ¡Si necesitas ayuda, ya sabes dónde estoy! Te dejaré un ejemplar de mi
libro. Pero me sorprende que no tengas ya uno. Te firmaré un ejemplar esta
noche y te lo enviaré. ¡Bueno, adiós! —Y se fue hacia el castillo a grandes
zancadas.

Harry esperó a que Lockhart se perdiera de vista y luego sacó a Ron del
arbusto y lo llevó hasta la puerta principal de la casa de Hagrid. Llamaron a
toda prisa.

Hagrid apareció inmediatamente, con aspecto de estar de mal humor, pero
se le iluminó la cara cuando vio de quién se trataba.

—Me estaba preguntando cuándo vendríais a verme... Entrad, entrad.
Creía que sería el profesor Lockhart que volvía.

Harry y Hermione introdujeron a Ron en la cabaña, donde había una gran
cama en un rincón y una chimenea encendida en el otro extremo. Hagrid no
pareció preocuparse mucho por el problema de las babosas de Ron, cuyos
detalles explicó Harry apresuradamente mientras lo sentaban en una silla.

—Es preferible que salgan a que entren —dijo ufano, poniéndole delante
una palangana grande de cobre—. Vomítalas todas, Ron.

—No creo que se pueda hacer nada salvo esperar a que la cosa acabe —
dijo Hermione apurada, contemplando a Ron inclinado sobre la palangana—.
Es un hechizo difícil de realizar aun en condiciones óptimas, pero con la varita
rota...

Hagrid estaba ocupado preparando un té. Fang, su perro jabalinero,
llenaba a Harry de babas.

—¿Qué quería Lockhart, Hagrid? —preguntó Harry, rascándole las orejas
a Fang.

—Enseñarme cómo me puedo librar de los duendes del pozo —gruñó
Hagrid, quitando de la mesa limpia un gallo a medio pelar y poniendo en su
lugar la tetera—. Como si no lo supiera. Y también hablaba sobre una banshee
a la que venció. Si en todo eso hay una palabra de cierto, me como la tetera.

Era muy raro que Hagrid criticara a un profesor de Hogwarts, y Harry lo


miró sorprendido. Hermione, sin embargo, dijo en voz algo más alta de lo
normal:

—Creo que sois injustos. Obviamente, el profesor Dumbledore ha juzgado
que era el mejor para el puesto y...

—Era el único para el puesto —repuso Hagrid, ofreciéndoles un plato de
caramelos de café con leche, mientras Ron tosía ruidosamente sobre la
palangana—. Y quiero decir el único. Es muy difícil encontrar profesores que
den Artes Oscuras, porque a nadie le hace mucha gracia. Da la impresión de
que la asignatura está maldita. Ningún profesor ha durado mucho. Decidme —
preguntó Hagrid, mirando a Ron—, ¿a quién intentaba hechizar?

—Malfoy le llamó algo a Hermione —respondió Harry—. Tiene que haber
sido algo muy fuerte, porque todos se pusieron furiosos.

—Fue muy fuerte —dijo Ron con voz ronca, incorporándose sobre la mesa,
con el rostro pálido y sudoroso—. Malfoy la llamó «sangre sucia».

Ron se apartó cuando volvió a salirle una nueva tanda de babosas. Hagrid
parecía indignado.

—¡No! —bramó volviéndose a Hermione.

—Sí —dijo ella—. Pero yo no sé qué significa. Claro que podría decir que
fue muy grosero...

—Es lo más insultante que se le podría ocurrir —dijo Ron, volviendo a
incorporarse—. Sangre sucia es un nombre realmente repugnante con el que
llaman a los hijos de muggles, ya sabes, de padres que no son magos. Hay
algunos magos, como la familia de Malfoy, que creen que son mejores que
nadie porque tienen lo que ellos llaman sangre limpia. —Soltó un leve eructo, y
una babosa solitaria le cayó en la palma de la mano. La arrojó a la palangana y
prosiguió—. Desde luego, el resto de nosotros sabe que eso no tiene ninguna
importancia. Mira a Neville Longbottom... es de sangre limpia y apenas es
capaz de sujetar el caldero correctamente.

—Y no han inventado un conjuro que nuestra Hermione no sea capaz de
realizar —dijo Hagrid con orgullo, haciendo que Hermione se pusiera colorada.

—Es un insulto muy desagradable de oír —dijo Ron, secándose el sudor
de la frente con la mano—. Es como decir «sangre podrida» o «sangre vulgar».
Son idiotas. Además, la mayor parte de los magos de hoy día tienen sangre
mezclada. Si no nos hubiéramos casado con muggles, nos habríamos
extinguido.

A Ron le dieron arcadas y volvió a inclinarse sobre la palangana.

—Bueno, no te culpo por intentar hacerle un hechizo, Ron —dijo Hagrid
con una voz fuerte que ahogaba los golpes de las babosas al caer en la
palangana—. Pero quizás haya sido una suerte que tu varita mágica fallara. Si
hubieras conseguido hechizarle, Lucius Malfoy se habría presentado en la


escuela. Así no tendrás ese problema.

Harry quiso decir que el problema no habría sido peor que estar echando
babosas por la boca, pero no pudo hacerlo porque el caramelo de café con
leche se le había pegado a los dientes y no podía separarlos.

—Harry —dijo Hagrid de repente, como acometido por un pensamiento
repentino—, tengo que ajustar cuentas contigo. Me han dicho que has estado
repartiendo fotos firmadas. ¿Por qué no me has dado una?

Harry sintió tanta rabia que al final logró separar los dientes.

—No he estado repartiendo fotos —dijo enfadado—. Si Lockhart aún va
diciendo eso por ahí...

Pero entonces vio que Hagrid se reía.

—Sólo bromeaba —explicó, dándole a Harry unas palmadas amistosas en
la espalda, que lo arrojaron contra la mesa—. Sé que no es verdad. Le dije a
Lockhart que no te hacía falta, que sin proponértelo eras más famoso que él.

—Apuesto a que no le hizo ninguna gracia —dijo Harry, levantándose y
frotándose la barbilla.

—Supongo que no —admitió Hagrid, parpadeando—. Luego le dije que no
había leído nunca ninguno de sus libros, y se marchó. ¿Un caramelo de café
con leche, Ron? —añadió, cuando Ron volvió a incorporarse.

—No, gracias —dijo Ron con debilidad—. Es mejor no correr riesgos.

—Venid a ver lo que he estado cultivando —dijo Hagrid cuando Harry y
Hermione apuraron su té.

En la pequeña huerta situada detrás de la casa de Hagrid había una
docena de las calabazas más grandes que Harry hubiera visto nunca. Más bien
parecían grandes rocas.

—Van bien, ¿verdad? —dijo Hagrid, contento—. Son para la fiesta de
Halloween. Deberán haber crecido lo bastante para ese día.

—¿Qué les has echado? —preguntó Harry.

Hagrid miró hacia atrás para comprobar que estaban solos.

—Bueno, les he echado... ya sabes... un poco de ayuda. Harry vio el
paraguas rosa estampado de Hagrid apoyado contra la pared trasera de la
cabaña. Ya antes, Harry había sospechado que aquel paraguas no era lo que
parecía; de hecho, tenía la impresión de que la vieja varita mágica del colegio
estaba oculta dentro. Según las normas, Hagrid no podía hacer magia, porque
lo habían expulsado de Hogwarts en el tercer curso, pero Harry no sabía por
qué. Cualquier mención del asunto bastaba para que Hagrid carraspeara
sonoramente y sufriera de pronto una misteriosa sordera que le duraba hasta


que se cambiaba de tema.

—¿Un hechizo fertilizante, tal vez? —preguntó Hermione, entre la
desaprobación y el regocijo—. Bueno, has hecho un buen trabajo.

—Eso es lo que dijo tu hermana pequeña —observó Hagrid, dirigiéndose a
Ron—. Ayer la encontré. —Hagrid miró a Harry de soslayo y vio que le
temblaba la barbilla—. Dijo que estaba contemplando el campo, pero me da la
impresión de que esperaba encontrarse a alguien más en mi casa.

—Guiñó un ojo a Harry—. Si quieres mi opinión, creo que ella no
rechazaría una foto fir...

—¡Cállate! —dijo Harry. A Ron le dio la risa y llenó la tierra de babosas.

—¡Cuidado! —gritó Hagrid, apartando a Ron de sus queridas calabazas.

Ya casi era la hora de comer, y como Harry sólo había tomado un
caramelo de café con leche en todo el día, tenía prisa por regresar al colegio
para la comida. Se despidieron de Hagrid y regresaron al castillo, con Ron
hipando de vez en cuando, pero vomitando sólo un par de babosas pequeñas.

Apenas habían puesto un pie en el fresco vestíbulo cuando oyeron una
voz.

—Conque estáis aquí, Potter y Weasley. —La profesora McGonagall
caminaba hacia ellos con gesto severo—. Cumpliréis vuestro castigo esta
noche.

—¿Qué vamos a hacer, profesora? —preguntó Ron, asustado, reprimiendo
un eructo.

—Tú limpiarás la plata de la sala de trofeos con el señor Filch —dijo la
profesora McGonagall—. Y nada de magia, Weasley... ¡frotando!

Ron tragó saliva. Argus Filch, el conserje, era detestado por todos los
estudiantes del colegio.

—Y tú, Potter, ayudarás al profesor Lockhart a responder a las cartas de
sus admiradoras —dijo la profesora McGonagall.

—Oh, no... ¿no puedo ayudar con la plata? —preguntó Harry desesperado.

—Desde luego que no —dijo la profesora McGonagall, arqueando las
cejas—. El profesor Lockhart ha solicitado que seas precisamente tú. A las
ocho en punto, tanto uno como otro.

Harry y Ron pasaron al Gran Comedor completamente abatidos, y
Hermione entró detrás de ellos, con su expresión de «no-haber-infringido-lasnormas-
del-colegio». Harry no disfrutó tanto como esperaba con su pudín de
carne y patatas. Tanto Ron como él pensaban que les había tocado la peor
parte del castigo.


—Filch me tendrá allí toda la noche —dijo Ron apesadumbrado—. ¡Sin
magia! Debe de haber más de cien trofeos en esa sala. Y la limpieza muggle
no se me da bien.

—Te lo cambiaría de buena gana —dijo Harry con voz apagada—. He
hecho muchas prácticas con los Dursley. Pero responder a las admiradoras de
Lockhart... será una pesadilla.

La tarde del sábado pasó en un santiamén, y antes de que se dieran
cuenta, eran las ocho menos cinco. Harry se dirigió al despacho de Lockhart
por el pasillo del segundo piso, arrastrando los pies. Llamó a la puerta a
regañadientes.

La puerta se abrió de inmediato. Lockhart le recibió con una sonrisa.

—¡Aquí está el pillo! —dijo—. Vamos, Harry, entra.

Dentro había un sinfín de fotografías enmarcadas de Lockhart, que
relucían en los muros a la luz de las velas. Algunas estaban incluso firmadas.
Tenía otro montón grande en la mesa.

—¡Tú puedes poner las direcciones en los sobres! —dijo Lockhart a Harry,
como si se tratara de un placer irresistible—. El primero es para la adorable
Gladys Gudgeon, gran admiradora mía.

Los minutos pasaron tan despacio como si fueran horas. Harry dejó que
Lockhart hablara sin hacerle ningún caso, diciendo de cuando en cuando
«mmm» o «ya» o «vaya». Algunas veces captaba frases del tipo «La fama es
una amiga veleidosa, Harry» o «Serás célebre si te comportas como alguien
célebre, que no se te olvide».

Las velas se fueron consumiendo y la agonizante luz desdibujaba las
múltiples caras que ponía Lockhart ante Harry. Éste pasaba su dolorida mano
sobre lo que le parecía que tenía que ser el milésimo sobre y anotaba en él la
dirección de Verónica Smethley.

«Debe de ser casi hora de acabar», pensó Harry, derrotado. «Por favor,
que falte poco...»

Y en aquel momento oyó algo, algo que no tenía nada que ver con el
chisporroteo de las mortecinas velas ni con la cháchara de Lockhart sobre sus
admiradoras.

Era una voz, una voz capaz de helar la sangre en las venas, una voz
ponzoñosa que dejaba sin aliento, fría como el hielo.

—Ven..., ven a mí... Deja que te desgarre... Deja que te despedace...
Déjame matarte...

Harry dio un salto, y un manchón grande de color lila apareció sobre el
nombre de la calle de Verónica Smethley.


—¿Qué? —gritó.

—Pues eso —dijo Lockhart—: ¡seis meses enteros encabezando la lista de
los más vendidos! ¡Batí todos los récords!

—¡No! —dijo Harry asustado—. ¡La voz!

—¿Cómo dices? —preguntó Lockhart, extrañado—. ¿Qué voz?

—La... la voz que ha dicho... ¿No la ha oído?

Lockhart miró a Harry desconcertado.

—¿De qué hablas, Harry? ¿No te estarías quedando dormido? ¡Por Dios,
mira la hora que es! ¡Llevamos con esto casi cuatro horas! Ni lo imaginaba... El
tiempo vuela, ¿verdad?

Harry no respondió. Aguzaba el oído tratando de captar de nuevo la voz,
pero no oyó otra cosa que a Lockhart diciéndole que otra vez que lo castigaran,
no tendría tanta suerte como aquélla. Harry salió, aturdido.

Era tan tarde que la sala común de Gryffindor estaba prácticamente vacía y
Harry se fue derecho al dormitorio. Ron no había regresado todavía. Se puso el
pijama y se echó en la cama a esperar. Media hora después llegó Ron, con el
brazo derecho dolorido y llevando con él un fuerte olor a limpiametales.

—Tengo todos los músculos agarrotados —se quejó, echándose en la
cama—. Me ha hecho sacarle brillo catorce veces a una copa de quidditch
antes de darle el visto bueno. Y vomité otra tanda de babosas sobre el Premio
Especial por los Servicios al Colegio. Me llevó un siglo quitar las babas. Bueno,
¿y tú qué tal con Lockhart?

En voz baja, para no despertar a Neville, Dean y Seamus, Harry le contó a
Ron con toda exactitud lo que había oído.

—¿Y Lockhart dijo que no había oído nada? —preguntó Ron. A la luz de la
luna, Harry podía verle fruncir el entrecejo—. ¿Piensas que mentía? Pero no lo
entiendo... Aunque fuera alguien invisible, tendría que haber abierto la puerta.

—Lo sé—dijo Harry, recostándose en la cama y contemplando el dosel—.
Yo tampoco lo entiendo.

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