lunes, 28 de agosto de 2017

Capitulo 3. La Madriguera

—¡Ron! —exclamó Harry, encaramándose a la ventana y abriéndola para
poder hablar con él a través de la reja—. Ron, ¿cómo has logrado...? ¿Qué...?

Harry se quedó boquiabierto al darse cuenta de lo que veía. Ron sacaba la
cabeza por la ventanilla trasera de un viejo coche de color azul turquesa que
estaba detenido ¡ni más ni menos que en el aire! Sonriendo a Harry desde los
asientos delanteros, estaban Fred y George, los hermanos gemelos de Ron,
que eran mayores que él.

—¿Todo bien, Harry?

—¿Qué ha pasado? —preguntó Ron—. ¿Por qué no has contestado a mis
cartas? Te he pedido unas doce veces que vinieras a mi casa a pasar unos
días, y luego mi padre vino un día diciendo que te habían enviado un
apercibimiento oficial por utilizar la magia delante de los muggles.

—No fui yo. Pero ¿cómo se enteró?

—Trabaja en el Ministerio —contestó Ron—. Sabes que no podemos hacer
ningún conjuro fuera del colegio.

—¡Tiene gracia que tú me lo digas! —repuso Harry, echando un vistazo al
coche flotante.

—¡Esto no cuenta! —explicó Ron—. Sólo lo hemos cogido prestado. Es de
mi padre, nosotros no lo hemos encantado. Pero hacer magia delante de esos
muggles con los que vives...

—No he sido yo, ya te lo he dicho..., pero es demasiado largo para
explicarlo ahora. Mira, puedes decir en Hogwarts que los Dursley me tienen
encerrado y que no podré volver al colegio, y está claro que no puedo utilizar la
magia para escapar de aquí, porque el ministro pensaría que es la segunda vez
que utilizo conjuros en tres días, de forma que...

—Deja de decir tonterías —dijo Ron—. Hemos venido para llevarte a casa
con nosotros.


—Pero tampoco vosotros podéis utilizar la magia para sacarme...

—No la necesitamos —repuso Ron, señalando con la cabeza hacia los
asientos delanteros y sonriendo—. Recuerda a quién he traído conmigo.

—Ata esto a la reja —dijo Fred, arrojándole un cabo de cuerda.

—Si los Dursley se despiertan, me matan —comentó Harry, atando la soga
a uno de los barrotes. Fred aceleró el coche.

—No te preocupes —dijo Fred— y apártate.

Harry se retiró al fondo de la habitación, donde estaba Hedwig, que parecía
haber comprendido que la situación era delicada y se mantenía inmóvil y en
silencio. El coche aceleró más y más, y de pronto, con un sonoro crujido, la reja
se desprendió limpiamente de la ventana mientras el coche salía volando hacia
el cielo. Harry corrió a la ventana y vio que la reja había quedado colgando a
sólo un metro del suelo. Entonces Ron fue recogiendo la cuerda hasta que tuvo
la reja dentro del coche. Harry escuchó preocupado, pero no oyó ningún sonido
que proviniera del dormitorio de los Dursley.

Después de que Ron dejara la reja en el asiento trasero, a su lado, Fred
dio marcha atrás para acercarse tanto como pudo a la ventana de Harry.

—Entra —dijo Ron.

—Pero todas mis cosas de Hogwarts... Mi varita mágica, mi escoba...

—¿Dónde están?

—Guardadas bajo llave en la alacena de debajo de las escaleras. Y yo no
puedo salir de la habitación.

—No te preocupes —dijo George desde el asiento del acompañante—.
Quítate de ahí, Harry.

Fred y George entraron en la habitación de Harry trepando con cuidado por
la ventana.

«Hay que reconocer que lo hacen muy bien», pensó Harry cuando George
se sacó del bolsillo una horquilla del pelo para forzar la cerradura.

—Muchos magos creen que es una pérdida de tiempo aprender estos
trucos muggles —observó Fred—, pero nosotros opinamos que vale la pena
adquirir estas habilidades, aunque sean un poco lentas.

Se oyó un ligero «clic» y la puerta se abrió.

—Bueno, nosotros bajaremos a buscar tus cosas. Recoge todo lo que
necesites de tu habitación y ve dándoselo a Ron por la ventana —susurró
George.


—Tened cuidado con el último escalón, porque cruje —les susurró Harry
mientras los gemelos se internaban en la oscuridad.

Harry fue cogiendo sus cosas de la habitación y se las pasaba a Ron a
través de la ventana. Luego ayudó a Fred y a George a subir el baúl por las
escaleras. Oyó toser al tío Vernon.

Una vez en el rellano, llevaron el baúl a través de la habitación de Harry
hasta la ventana abierta. Fred pasó al coche para ayudar a Ron a subir el baúl,
mientras Harry y George lo empujaban desde la habitación. Centímetro a
centímetro, el baúl fue deslizándose por la ventana.

Tío Vernon volvió a toser.

—Un poco más —dijo jadeando Fred, que desde el coche tiraba del baúl—,
empujad con fuerza...

Harry y George empujaron con los hombros, y el baúl terminó de pasar de
la ventana al asiento trasero del coche.

—Estupendo, vámonos —dijo George en voz baja.

Pero al subir al alféizar de la ventana, Harry oyó un potente chillido detrás
de él, seguido por la atronadora voz de tío Vernon.

—¡ESA MALDITA LECHUZA!

—¡Me olvidaba de Hedwig!

Harry cruzó a toda velocidad la habitación al tiempo que se encendía la luz
del rellano. Cogió la jaula de Hedwig, volvió velozmente a la ventana, y se la
pasó a Ron. Harry estaba subiendo al alféizar cuando tío Vernon aporreó la
puerta, y ésta se abrió de par en par.

Durante una fracción de segundo, tío Vernon se quedó inmóvil en la
puerta; luego soltó un mugido como el de un toro furioso y, abalanzándose
sobre Harry, lo agarró por un tobillo.

Ron, Fred y George lo asieron a su vez por los brazos, y tiraban de él todo
lo que podían.

—¡Petunia! —bramó tío Vernon—. ¡Se escapa! ¡SE ESCAPA!

Pero los Weasley tiraron con más fuerza, y el tío Vernon tuvo que soltar la
pierna de Harry. Tan pronto como éste se encontró dentro del coche y hubo
cerrado la puerta con un portazo, gritó Ron:

—¡Fred, aprieta el acelerador!

Y el coche salió disparado en dirección a la luna. Harry no podía creérselo:
estaba libre. Bajó la ventanilla y, con el aire azotándole los cabellos, volvió la
vista para ver alejarse los tejados de Privet Drive. Tío Vernon, tía Petunia y


Dudley estaban asomados a la ventana de Harry, alucinados.

—¡Hasta el próximo verano! —gritó Harry.

Los Weasley se rieron a carcajadas, y Harry se recostó en el asiento, con

una sonrisa de oreja a oreja.

—Suelta a Hedwig —dijo a Ron— y que nos siga volando. Lleva un montón
de tiempo sin poder estirar las alas.

George le pasó la horquilla a Ron y, en un instante, Hedwig salía
alborozada por la ventanilla y se quedaba planeando al lado del coche, como
un fantasma.

—Entonces, Harry, ¿por qué...? —preguntó Ron impaciente—. ¿Qué es lo
que ha ocurrido?

Harry les explicó lo de Dobby, la advertencia que le había hecho y el

desastre del pudín de violetas. Cuando terminó, hubo un silencio prolongado.

—Muy sospechoso —dijo finalmente Fred.

—Me huele mal —corroboré George—. ¿Así que ni siquiera te dijo quién

estaba detrás de todo?
—Creo que no podía —dijo Harry—, ya os he dicho que cada vez que

estaba a punto de irse de la lengua, empezaba a darse golpes contra la pared.

Vio que Fred y George se miraban.

—¿Creéis que me estaba mintiendo? —preguntó Harry

—Bueno —repuso Fred—, tengamos en cuenta que los elfos domésticos
tienen mucho poder mágico, pero normalmente no lo pueden utilizar sin el
permiso de sus amos. Me da la impresión de que enviaron al viejo Dobby para
impedirte que regresaras a Hogwarts. Una especie de broma. ¿Hay alguien en
el colegio que tenga algo contra ti?

—Sí —respondieron Ron y Harry al unísono.

—Draco Malfoy —dijo Harry—. Me odia.

—¿Draco Malfoy? —dijo George, volviéndose—. ¿No es el hijo de Lucius

Malfoy?

—Supongo que sí, porque no es un apellido muy común —contestó
Harry—. ¿Por qué lo preguntas?

—He oído a mi padre hablar mucho de él —dijo George—. Fue un
destacado partidario de Quien-tú-sabes.

—Y cuando desapareció Quien-tú-sabes —dijo Fred, estirando el cuello
para hablar con Harry—, Lucius Malfoy regresó negándolo todo. Mentiras... Mi


padre piensa que él pertenecía al círculo más próximo a Quien-tú-sabes.

Harry ya había oído estos rumores sobre la familia de Malfoy, y no le
habían sorprendido en absoluto. En comparación con Malfoy, Dudley Dursley
era un muchacho bondadoso, amable y sensible.

—No sé si los Malfoy poseerán un elfo —dijo Harry.

—Bueno, sea quien sea, tiene que tratarse de una familia de magos de
larga tradición, y tienen que ser ricos —observó Fred.

—Sí, mamá siempre está diciendo que querría tener un elfo doméstico que
le planchase la ropa —dijo George—. Pero lo único que tenemos es un espíritu
asqueroso y malvado en el ático, y el jardín lleno de gnomos. Los elfos
domésticos están en grandes casas solariegas y en castillos y lugares así, y no
en casas como la nuestra.

Harry estaba callado. A juzgar por el hecho de que Draco Malfoy tenía
normalmente lo mejor de lo mejor, su familia debía de estar forrada de oro
mágico. Podía imaginárselo dándose aires en una gran mansión. También
parecía encajar con el tipo de cosas que Malfoy podría hacer, el enviar a un
criado para que impidiera que Harry volviese a Hogwarts. ¿Había sido un
estúpido al dar crédito a Dobby?

—De cualquier manera, estoy muy contento de que hayamos podido
rescatarte —dijo Ron—. Me estaba preocupando que no respondieras a mis
cartas. Al principio le echaba la culpa a Errol...

—¿Quién es Errol?

—Nuestra lechuza macho. Pero está viejo. No sería la primera vez que le
da un colapso al hacer una entrega. Así que intenté pedirle a Percy que me
prestara a Hermes...

—¿Quién?

—La lechuza que nuestros padres compraron a Percy cuando lo
nombraron prefecto —dijo Fred desde el asiento delantero.

—Pero Percy no me la quiso dejar —añadió Ron—. Dijo que la necesitaba
él.

—Este verano, Percy se está comportando de forma muy rara —dijo
George, frunciendo el entrecejo—. Ha estado enviando montones de cartas y
pasando muchísimo tiempo encerrado en su habitación... No puede uno estar
todo el día sacando brillo a la insignia de prefecto. Te estás desviando hacia el
oeste, Fred —añadió, señalando un indicador en el salpicadero. Fred giró el
volante.

—¿Vuestro padre sabe que os habéis llevado el coche? —preguntó Harry,
adivinando la respuesta.


—Esto..., no —contestó Ron—, esta noche tenía que trabajar. Espero que
podamos dejarlo en el garaje sin que nuestra madre se dé cuenta de que nos lo
hemos llevado.

—¿Qué hace vuestro padre en el Ministerio de Magia?

—Trabaja en el departamento más aburrido —contestó Ron—: el
Departamento Contra el Uso Incorrecto de los Objetos Muggles.

—¿El qué?

—Se trata de cosas que han sido fabricadas por los muggles pero que
alguien las encanta, y que terminan de nuevo en una casa o una tienda
muggle. Por ejemplo, el año pasado murió una bruja vieja, y vendieron su juego
de té a un anticuario. Una mujer muggle lo compró, se lo llevó a su casa e
intentó servir el té a sus amigos. Fue una pesadilla. Nuestro padre tuvo que
trabajar horas extras durante varías semanas.

—¿Qué ocurrió?

—Pues que la tetera se volvió loca y arrojó un chorro de té hirviendo por
toda la sala, y un hombre terminó en el hospital con las tenacillas para coger
los terrones de azúcar aferradas a la nariz. Nuestro padre estaba desesperado,
en el departamento solamente están él y un viejo brujo llamado Perkins, y
tuvieron que hacer encantamientos para borrarles la memoria y otros trucos
para que no se acordaran de nada.

—Pero vuestro padre..., este coche...

Fred se rió.

—Sí, le vuelve loco todo lo que tiene que ver con los muggles, tenemos el
cobertizo lleno de chismes muggles. Los coge, los hechiza y los vuelve a poner
en su sitio. Si viniera a inspeccionar a casa, tendría que arrestarse a sí mismo.
A nuestra madre la saca de quicio.

—Ahí está la carretera principal —dijo George, mirando hacia abajo a
través del parabrisas—. Llegaremos dentro de diez minutos... Menos mal,
porque se está haciendo de día.

Un tenue resplandor sonrosado aparecía en el horizonte, al este.

Fred dejó que el coche fuera perdiendo altura, y Harry vio a la escasa luz
del amanecer el mosaico que formaban los campos y los grupos de árboles.

—Vivimos un poco apartados del pueblo —explicó George—. En Ottery
Saint Catchpole.

El coche volador descendía más y más. Entre los árboles destellaba ya el
borde de un sol rojo y brillante.

—¡Aterrizamos! —exclamó Fred cuando, con una ligera sacudida, tomaron


contacto con el suelo. Aterrizaron junto a un garaje en ruinas en un pequeño
corral, y Harry vio por vez primera la casa de Ron.

Parecía como si en otro tiempo hubiera sido una gran pocilga de piedra,
pero aquí y allá habían ido añadiendo tantas habitaciones que ahora la casa
tenía varios pisos de altura y estaba tan torcida que parecía sostenerse en pie
por arte de magia, y Harry sospechó que así era probablemente. Cuatro o cinco
chimeneas coronaban el tejado. Cerca de la entrada, clavado en el suelo, había
un letrero torcido que decía «La Madriguera». En torno a la puerta principal
había un revoltijo de botas de goma y un caldero muy oxidado. Varias gallinas
gordas de color marrón picoteaban a sus anchas por el corral.

—No es gran cosa.

—Es una maravilla —repuso Harry, contento, acordándose de Privet Drive.

Salieron del coche.

—Ahora tenemos que subir las escaleras sin hacer el menor ruido —
advirtió Fred—, y esperar a que mamá nos llame para el desayuno. Entonces
tú, Ron, bajarás las escaleras dando saltos y diciendo: «¡Mamá, mira quién ha
llegado esta noche!» Ella se pondrá muy contenta, y nadie tendrá que saber
que hemos cogido el coche.

—Bien —dijo Ron—. Vamos, Harry, yo duermo en el...

De repente, Ron se puso de un color verdoso muy feo y clavó los ojos en la
casa. Los otros tres se dieron la vuelta.

La señora Weasley iba por el corral espantando a las gallinas, y para
tratarse de una mujer pequeña, rolliza y de rostro bondadoso, era sorprendente
lo que podía parecerse a un tigre de enormes colmillos.

—¡Ah! —musitó Fred.

—¡Dios mío! —exclamó George.

La señora Weasley se paró delante de ellos, con las manos en las caderas,
y paseó la mirada de uno a otro. Llevaba un delantal estampado de cuyo
bolsillo sobresalía una varita mágica.

—Así que... —dijo.

—Buenos días, mamá —saludó George, poniendo lo que él consideraba
que era una voz alegre y encantadora.

—¿Tenéis idea de lo preocupada que he estado? —preguntó la señora
Weasley en un tono aterrador.

—Perdona, mamá, pero es que, mira, teníamos que...

Aunque los tres hijos de la señora Weasley eran más altos que su madre,


se amilanaron cuando descargó su ira sobre ellos.

—¡Las camas vacías! ¡Ni una nota! El coche no estaba..., podíais haber
tenido un accidente... Creía que me volvía loca, pero no os importa, ¿verdad?...
Nunca, en toda mi vida... Ya veréis cuando llegue a casa vuestro padre, un
disgusto como éste nunca me lo dieron Bill, ni Charlie, ni Percy...

—Percy, el prefecto perfecto —murmuró Fred.

—¡PUES PODRÍAS SEGUIR SU EJEMPLO! —gritó la señora Weasley,
dándole golpecitos en el pecho con el dedo—. Podríais haberos matado o
podría haberos visto alguien, y vuestro padre haberse quedado sin trabajo por
vuestra culpa...

Les pareció que la reprimenda duraba horas. La señora Weasley
enronqueció de tanto gritar y luego se plantó delante de Harry, que retrocedió
asustado.

—Me alegro de verte, Harry, cielo —dijo—. Pasa a desayunar.

La señora Weasley se encaminó hacia la casa y Harry la siguió, después
de dirigir una mirada azorada a Ron, que le respondió animándolo con un gesto
de la cabeza.

La cocina era pequeña y todo en ella estaba bastante apretujado. En el
medio había una mesa de madera que se veía muy restregada, con sillas
alrededor. Harry se sentó tímidamente, mirando a todas partes. Era la primera
vez que estaba en la casa de un mago.

El reloj de la pared de enfrente sólo tenía una manecilla y carecía de
números. En el borde de la esfera había escritas cosas tales como «Hora del
té», «Hora de dar de comer a las gallinas» y «Te estás retrasando». Sobre la
repisa de la chimenea había unos libros en montones de tres, libros que tenían
títulos como La elaboración de queso mediante la magia, El encantamiento en
la repostería o Por arte de magia: cómo preparar un banquete en un minuto. Y,
a menos que Harry hubiera escuchado mal, la vieja radio que había al lado del
fregadero acababa de anunciar que a continuación emitirían el programa «La
hora de las brujas, con la popular cantante hechicera Celestina Warbeck».

La señora Weasley preparaba el desayuno sin poner demasiada atención
en lo que hacía, y en el rato que tardó en freír las salchichas echó unas
cuantas miradas de desaprobación a sus hijos. De vez en cuando murmuraba:
«cómo se os pudo ocurrir» o «nunca lo hubiera creído».

—Tú no tienes la culpa, cielo —aseguró a Harry, echándole en el plato
ocho o nueve salchichas—. Arthur y yo también hemos estado muy
preocupados por ti. Anoche mismo estuvimos comentando que si Ron seguía
sin tener noticias tuyas el viernes, iríamos a buscarte para traerte aquí. Pero —
dijo mientras le servía tres huevos fritos— cualquiera podría haberos visto
atravesar medio país volando en ese coche e infringiendo la ley..

Entonces, como si fuera lo más natural, dio un golpecito con la varita


mágica en el montón de platos sucios del fregadero, y éstos comenzaron a
lavarse solos, produciendo un suave tintineo.

—¡Estaba nublado, mamá! —dijo Fred.

—¡No hables mientras comes! —le interrumpió la señora Weasley.

—¡Lo estaban matando de hambre, mamá! —dijo George.

—¡Cállate tú también! —atajó la señora Weasley, pero cuando se puso a
cortar unas rebanadas de pan para Harry y a untarlas con mantequilla, la
expresión se le enterneció.

En aquel momento apareció en la cocina una personita bajita y pelirroja,
que llevaba puesto un largo camisón y que, dando un grito, se volvió corriendo.

—Es Ginny —dijo Ron a Harry en voz baja—, mi hermana. Se ha pasado
el verano hablando de ti.

—Sí, debe de estar esperando que le firmes un autógrafo, Harry —dijo
Fred con una sonrisa, pero se dio cuenta de que su madre lo miraba y hundió
la vista en el plato sin decir ni una palabra más. No volvieron a hablar hasta
que hubieron terminado todo lo que tenían en el plato, lo que les llevó
poquísimo tiempo.

—Estoy que reviento —dijo Fred, bostezando y dejando finalmente el
cuchillo y el tenedor—. Creo que me iré a la cama y..

—De eso nada —interrumpió la señora Weasley—. Si te has pasado toda
la noche por ahí, ha sido culpa tuya. Así que ahora vete a desgnomizar el
jardín, que los gnomos se están volviendo a desmadrar.

—Pero, mamá...

—Y vosotros dos, id con él —dijo ella, mirando a Ron y Fred—. Tú sí
puedes irte a la cama, cielo —dijo a Harry—. Tú no les pediste que te llevaran
volando en ese maldito coche.

Pero Harry, que no tenía nada de sueño, dijo con presteza:

—Ayudaré a Ron, nunca he presenciado una desgnomización.

—Eres muy amable, cielo, pero es un trabajo aburrido —dijo la señora
Weasley—. Pero veamos lo que Lockhart dice sobre el particular.

Y cogió un pesado volumen de la repisa de la chimenea. George se quejó.

—Mamá, ya sabemos desgnomizar un jardín.

Harry echó una mirada a la cubierta del libro de la señora Weasley.
Llevaba escritas en letras doradas de fantasía las palabras «Gilderoy Lockhart:
Guía de las plagas en el hogar». Ocupaba casi toda la portada una fotografía


de un mago muy guapo de pelo rubio ondulado y ojos azules y vivarachos.
Como todas las fotografías en el mundo de la magia, ésta también se movía: el
mago, que Harry supuso que era Gilderoy Lockhart, guiñó un ojo a todos con
descaro. La señora Weasley le sonrió abiertamente.

—Es muy bueno —dijo ella—, conoce al dedillo todas las plagas del hogar,
es un libro estupendo...

—A mamá le gusta —dijo Fred, en voz baja pero bastante audible.

—No digas tonterías, Fred —dijo la señora Weasley, ruborizándose—. Muy
bien, si crees que sabes más que Lockhart, ponte ya a ello; pero ¡ay de ti si
queda un solo gnomo en el jardín cuando yo salga!

Entre quejas y bostezos, los Weasley salieron arrastrando los pies,
seguidos por Harry. El jardín era grande y a Harry le pareció que era
exactamente como tenía que ser un jardín. A los Dursley no les habría gustado;
estaba lleno de maleza y el césped necesitaba un recorte, pero había árboles
de tronco nudoso junto a los muros, y en los arriates, plantas exuberantes que
Harry no había visto nunca, y un gran estanque de agua verde lleno de ranas.

—Los muggles también tienen gnomos en sus jardines, ¿sabes? —dijo
Harry a Ron mientras atravesaban el césped.

—Sí, ya he visto esas cosas que ellos piensan que son gnomos —dijo Ron,
inclinándose sobre una mata de peonías—. Como una especie de papás Noel
gorditos con cañas de pescar...

Se oyó el ruido de un forcejeo, la peonía se sacudió y Ron se levantó,
diciendo en tono grave:

—Esto es un gnomo.

—¡Suéltame! ¡Suéltame! —chillaba el gnomo.

Desde luego, no se parecía a papá Noel: era pequeño y de piel curtida, con
una cabeza grande y huesuda, parecida a una patata. Ron lo sujetó con el
brazo estirado, mientras el gnomo le daba patadas con sus fuertes piececitos.
Ron lo cogió por los tobillos y lo puso cabeza abajo.

—Esto es lo que tienes que hacer —explicó. Levantó al gnomo en lo alto
(«¡suéltame!», decía éste) y comenzó a voltearlo como si fuera un lazo. Viendo
el espanto en el rostro de Harry, Ron añadió—: No les duele. Pero los tienes
que dejar muy mareados para que no puedan volver a encontrar su
madriguera.

Entonces soltó al gnomo y éste salió volando por el aire y cayó en el
campo que había al otro lado del seto, a unos siete metros, con un ruido sordo.

—¡De pena! —dijo Fred—. ¿Qué te apuestas a que lanzo el mío más allá
de aquel tocón?


Harry aprendió enseguida que no había que sentir compasión por los
gnomos y decidió lanzar al otro lado del seto al primer gnomo que capturase,
pero éste, percibiendo su indecisión, le hundió sus afiladísimos dientes en un
dedo, y le costó mucho trabajo sacudírselo...

—Caramba, Harry..., eso habrán sido casi veinte metros...

Pronto el aire se llenó de gnomos volando.

—Ya ves que no son muy listos —observó George, cogiendo cinco o seis
gnomos a la vez—. En cuanto se enteran de que estamos desgnomizando,
salen a curiosear. Ya deberían haber aprendido a quedarse escondidos en su
sitio.

Al poco rato vieron que los gnomos que habían aterrizado en el campo,
que eran muchos, empezaban a alejarse andando en grupos, con los hombros
caídos.

—Volverán —dijo Ron, mientras contemplaban cómo se internaban los
gnomos en el seto del otro lado del campo—. Les gusta este sitio... Papá es
demasiado blando con ellos, porque piensa que son divertidos...

En aquel momento se oyó la puerta principal de la casa.

—¡Ya ha llegado! —dijo George—. ¡Papá está en casa!

Y fueron corrieron a su encuentro.

El señor Weasley estaba sentado en una silla de la cocina, con las gafas
quitadas y los ojos cerrados. Era un hombre delgado, bastante calvo, pero el
escaso pelo que le quedaba era tan rojo como el de sus hijos. Llevaba una
larga túnica verde polvorienta y estropeada de viajar.

—¡Qué noche! —farfulló, cogiendo la tetera mientras los muchachos se
sentaban a su alrededor—. Nueve redadas. ¡Nueve! Y el viejo Mundungus
Fletcher intentó hacerme un maleficio cuando le volví la espalda.

El señor Weasley tomó un largo sorbo de té y suspiró.

—¿Encontraste algo, papá? —preguntó Fred con interés.

—Sólo unas llaves que merman y una tetera que muerde —respondió el
señor Weasley en un bostezo—. Han ocurrido, sin embargo, algunas cosas
bastante feas que no afectaban a mi departamento. A Mortlake lo sacaron para
interrogarle sobre unos hurones muy raros, pero eso incumbe al Comité de
Encantamientos Experimentales, gracias a Dios.

—¿Para qué sirve que unas llaves encojan? —preguntó George.

—Para atormentar a los muggles —suspiró el señor Weasley—. Se les
vende una llave que merma hasta hacerse diminuta para que no la puedan
encontrar nunca cuando la necesitan... Naturalmente, es muy difícil dar con el


culpable porque ningún muggle quiere admitir que sus llaves merman; siempre
insisten en que las han perdido. ¡Jesús! No sé de lo que serían capaces para
negar la existencia de la magia, aunque la tuvieran delante de los ojos... Pero
no os creeríais las cosas que a nuestra gente le ha dado por encantar...

—¿COMO COCHES, POR EJEMPLO?

La señora Weasley había aparecido blandiendo un atizador como si fuera
una espada. El señor Weasley abrió los ojos de golpe y dirigió a su mujer una
mirada de culpabilidad.

—¿Co-coches, Molly cielo?

—Sí, Arthur, coches —dijo la señora Weasley, con los ojos brillándole—.
Imagínate que un mago se compra un viejo coche oxidado y le dice a su mujer
que quiere llevárselo para ver cómo funciona, cuando en realidad lo está
encantando para que vuele.

El señor Weasley parpadeó.

—Bueno, querida, creo que estarás de acuerdo conmigo en que no ha
hecho nada en contra de la ley, aunque quizá debería haberle dicho la verdad a
su mujer... Verás, existe una laguna jurídica... siempre y cuando él no utilice el
coche para volar. El hecho de que el coche pueda volar no constituye en sí...

—¡Señor Weasley ya se encargó personalmente de que existiera una
laguna jurídica cuando usted redactó esa ley! —gritó la señora Weasley—.
¡Sólo para poder seguir jugando con todos esos cachivaches muggles que
tienes en el cobertizo! ¡Y; para que lo sepas, Harry ha llegado esta mañana en
ese coche en el que tú no volaste!

—¿Harry? —dijo el señor Weasley mirando a su esposa sin comprender—.
¿Qué Harry?

Al darse la vuelta, vio a Harry y se sobresaltó.

—¡Dios mío! ¿Es Harry Potter? Encantado de conocerte. Ron nos ha
hablado mucho de ti...

—¡Esta noche, tus hijos han ido volando en el coche hasta la casa de
Harry y han vuelto! —gritó la señora Weasley—. ¿No tienes nada que comentar
al respecto?

—¿Es verdad que hicisteis eso? —preguntó el señor Weasley, nervioso—.
¿Fue bien la cosa? Qui-quiero decir —titubeó, al ver que su esposa echaba
chispas por los ojos—, que eso ha estado muy mal, muchachos, pero que muy
mal...

—Dejémosles que lo arreglen entre ellos —dijo Ron a Harry en voz baja, al
ver que su madre estaba a punto de estallar—. Venga, quiero enseñarte mi
habitación.


Salieron sigilosamente de la cocina y, siguiendo un estrecho pasadizo,
llegaron a una escalera torcida que subía atravesando la casa en zigzag. En el
tercer rellano había una puerta entornada. Antes de que se cerrara de un
golpe, Harry pudo ver un instante un par de ojos castaños que estaban
espiando.

—Ginny —dijo Ron—. No sabes lo raro que es que se muestre así de
tímida. Normalmente nunca se esconde.

Subieron dos tramos más de escalera hasta llegar a una puerta con la
pintura desconchada y una placa pequeña que decía «Habitación de Ronald».

Cuando Harry entró, con la cabeza casi tocando el techo inclinado, tuvo
que cerrar un instante los ojos. Le pareció que entraba en un horno, porque
casi todo en la habitación era de color naranja intenso: la colcha, las paredes,
incluso el techo. Luego se dio cuenta de que Ron había cubierto prácticamente
cada centímetro del viejo papel pintado con pósteres iguales en que se veía a
un grupo de siete magos y brujas que llevaban túnicas de color naranja
brillante, sostenían escobas en la mano y saludaban con entusiasmo.

—¿Tu equipo de quidditch favorito? —le preguntó Harry

—Los Chudley Cannons —confirmó Ron, señalando la colcha naranja, en
la que había estampadas dos letras «C» gigantes y una bala de cañón saliendo
disparada—. Van novenos en la liga.

Ron tenía los libros de magia del colegio amontonados desordenadamente
en un rincón, junto a una pila de cómics que parecían pertenecer todos a la
serie Las aventuras de Martin Miggs, el «muggle» loco. Su varita mágica
estaba en el alféizar de la ventana, encima de una pecera llena de huevos de
rana y al lado de Scabbers, la gorda rata gris de Ron, que dormitaba en la parte
donde daba el sol.

Harry echó un vistazo por la diminuta ventana, tras pisar involuntariamente
una baraja de cartas autobarajables que se hallaba esparcida por el suelo.
Abajo, en el campo, podía ver un grupo de gnomos que volvían a entrar de uno
en uno, a hurtadillas, en el jardín de los Weasley a través del seto. Luego se
volvió hacia Ron, que lo miraba con impaciencia, esperando que Harry emitiera
su opinión.

—Es un poco pequeña —se apresuró a decir Ron—, a diferencia de la
habitación que tenías en casa de los muggles. Además, justo aquí arriba está
el espíritu del ático, que se pasa todo el tiempo golpeando las tuberías y
gimiendo...

Pero Harry le dijo con una amplia sonrisa:

—Es la mejor casa que he visto nunca.

Ron se ruborizó hasta las orejas.

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