martes, 29 de agosto de 2017

Capitulo 5. El sauce boxeador

El final del verano llegó más rápido de lo que Harry habría querido. Estaba
deseando volver a Hogwarts, pero por otro lado, el mes que había pasado en
La Madriguera había sido el más feliz de su vida. Le resultaba difícil no sentir
envidia de Ron cuando pensaba en los Dursley y en la bienvenida que le darían
cuando volviera a Privet Drive.

La última noche, la señora Weasley hizo aparecer, por medio de un
conjuro, una cena suntuosa que incluía todos los manjares favoritos de Harry y
que terminó con un suculento pudín de melaza. Fred y George redondearon la
noche con una exhibición de las bengalas del doctor Filibuster, y llenaron la
cocina con chispas azules y rojas que rebotaban del techo a las paredes
durante al menos media hora. Después de esto, llegó el momento de tomar una
última taza de chocolate caliente e ir a la cama.

A la mañana siguiente, les llevó mucho rato ponerse en marcha. Se
levantaron con el canto del gallo, pero parecía que quedaban muchas cosas
por preparar. La señora Weasley, de mal humor, iba de aquí para allá como
una exhalación, buscando tan pronto unos calcetines como una pluma. Algunos
chocaban en las escaleras, medio vestidos, sosteniendo en la mano un trozo
de tostada, y el señor Weasley, al llevar el baúl de Ginny al coche a través del
patio, casi se rompe el cuello cuando tropezó con una gallina despistada.

A Harry no le entraba en la cabeza que ocho personas, seis baúles
grandes, dos lechuzas y una rata pudieran caber en un pequeño Ford Anglia.
Claro que no había contado con las prestaciones especiales que le había
añadido el señor Weasley.

—No le digas a Molly ni media palabra —susurró a Harry al abrir el
maletero y enseñarle cómo lo había ensanchado mágicamente para que
pudieran caber los baúles con toda facilidad.

Cuando por fin estuvieron todos en el coche, la señora Weasley echó un
vistazo al asiento trasero, en el que Harry, Ron, Fred, George y Percy estaban
confortablemente sentados, unos al lado de otros, y dijo:


—Los muggles saben más de lo que parece, ¿verdad?

—Ella y Ginny iban en el asiento delantero, que había sido alargado hasta
tal punto que parecía un banco del parque—. Quiero decir que desde fuera uno
nunca diría que el coche es tan espacioso, ¿verdad?

El señor Weasley arrancó el coche y salieron del patio. Harry se volvió para
echar una última mirada a la casa. Apenas le había dado tiempo a preguntarse
cuándo volvería a verla, cuando tuvieron que dar la vuelta, porque a George se
le había olvidado su caja de bengalas del doctor Filibuster. Cinco minutos
después, el coche tuvo que detenerse en el corral para que Fred pudiera entrar
a coger su escoba. Y cuando ya estaban en la autopista, Ginny gritó que se
había olvidado su diario y tuvieron que retroceder otra vez. Cuando Ginny subió
al coche, después de recoger el diario, llevaban muchísimo retraso y los
ánimos estaban alterados.

El señor Weasley miró primero su reloj y luego a su mujer.

—Molly, querida...

—No, Arthur.

—Nadie nos vería. Este botón de aquí es un accionador de invisibilidad
que he instalado. Ascenderíamos en el aire, luego volaríamos por encima de
las nubes y llegaríamos en diez minutos. Nadie se daría cuenta...

—He dicho que no, Arthur, no a plena luz del día.

Llegaron a Kings Cross a las once menos cuarto. El señor Weasley cruzó
la calle a toda pastilla para hacerse con unos carritos para cargar los baúles, y
entraron todos corriendo en la estación. Harry ya había cogido el expreso de
Hogwarts el año anterior. La dificultad estaba en llegar al andén nueve y tres
cuartos, que no era visible para los ojos de los muggles. Lo que había que
hacer era atravesar caminando la gruesa barrera que separaba el andén nueve
del diez. No era doloroso, pero había que hacerlo con cuidado para que ningún
muggle notara la desaparición.

—Percy primero —dijo la señora Weasley, mirando con inquietud el reloj
que había en lo alto, que indicaba que sólo tenían cinco minutos para
desaparecer disimuladamente a través de la barrera.

Percy avanzó deprisa y desapareció. A continuación fue el señor Weasley.
Lo siguieron Fred y George.

—Yo pasaré con Ginny, y vosotros dos nos seguís —dijo la señora
Weasley a Harry y Ron, cogiendo a Ginny de la mano y empezando a caminar.
En un abrir y cerrar de ojos ya no estaban.

—Vamos juntos, sólo nos queda un minuto —dijo Ron a Harry.

Harry se aseguró de que la jaula de Hedwig estuviera bien sujeta encima
del baúl, y empujó el carrito contra la barrera. No le daba miedo; era mucho


más seguro que usar los polvos flu. Se inclinaron sobre la barra de sus carritos
y se encaminaron con determinación hacia la barrera, cogiendo velocidad. A un
metro de la barrera, empezaron a correr y...

¡PATAPUM!

Los dos carritos chocaron contra la barrera y rebotaron. El baúl de Ron
saltó y se estrelló contra el suelo con gran estruendo, Harry se cayó y la jaula
de Hedwig, al dar en el suelo, rebotó y salió rodando, con la lechuza dentro
dando unos terribles chillidos. Todo el mundo los miraba, y un guardia que
había allí cerca les gritó:

—¿Qué demonios estáis haciendo?

—He perdido el control del carrito —dijo Harry entre jadeos, sujetándose
las costillas mientras se levantaba. Ron salió corriendo detrás de la jaula de
Hedwig, que estaba provocando tal escena que la multitud hacía comentarios
sobre la crueldad con los animales.

—¿Por qué no hemos podido pasar? —preguntó Harry a Ron.

—Ni idea.

Ron miró furioso a su alrededor. Una docena de curiosos todavía los
estaban mirando.

—Vamos a perder el tren —se quejó—. No comprendo por qué se nos ha
cerrado el paso.

Harry miró el reloj gigante de la estación y sintió náuseas en el estómago.
Diez segundos..., nueve segundos... Avanzó con el carrito, con cuidado, hasta
que llegó a la barrera, y empujó a continuación con todas sus fuerzas. La
barrera permaneció allí, infranqueable.

Tres segundos..., dos segundos..., un segundo...

—Ha partido —dijo Ron, atónito—. El tren ya ha partido. ¿Qué pasará si
mis padres no pueden volver a recogernos? ¿Tienes algo de dinero muggle?

Harry soltó una risa irónica.

—Hace seis años que los Dursley no me dan la paga semanal.

Ron pegó la cabeza a la fría barrera.

No oigo nada —dijo preocupado—. ¿Qué vamos a hacer? No sé cuánto
tardarán mis padres en volver por nosotros.

Echaron un vistazo a la estación. La gente todavía los miraba,
principalmente a causa de los alaridos incesantes de Hedwig.

—A lo mejor tendríamos que ir al coche y esperar allí —dijo Harry—.


Estamos llamando demasiado la aten...

—¡Harry! —dijo Ron, con los ojos refulgentes—. ¡El coche!

—¿Qué pasa con él?

—¡Podemos llegar a Hogwarts volando!

—Pero yo creía...

—Estamos en un apuro, ¿verdad? Y tenemos que llegar al colegio,
¿verdad? E incluso a los magos menores de edad se les permite hacer uso de
la magia si se trata de una verdadera emergencia, sección decimonovena o
algo así de la Restricción sobre Chismes...

El pánico que sentía Harry se convirtió de repente en emoción.

—¿Sabes hacerlo volar?

—Por supuesto —dijo Ron, dirigiendo su carrito hacia la salida—. Venga,
vamos, si nos damos prisa podremos seguir al expreso de Hogwarts.

Y abriéndose paso a través de la multitud de muggles curiosos, salieron de
la estación y regresaron a la calle lateral donde habían aparcado el viejo Ford
Anglia. Ron abrió el gran maletero con unos golpes de varita mágica. Metieron
dentro los baúles, dejaron a Hedwig en el asiento de atrás y se acomodaron
delante.

—Comprueba que no nos ve nadie —le pidió Ron, arrancando el coche
con otro golpe de varita. Harry sacó la cabeza por la ventanilla; el tráfico
retumbaba por la avenida que tenían delante, pero su calle estaba despejada.

—Vía libre —dijo Harry.

Ron pulsó un diminuto botón plateado que había en el salpicadero y el
coche desapareció con ellos. Harry notaba el asiento vibrar debajo de él, oía el
motor, sentía sus propias manos en las rodillas y las gafas en la nariz, pero, a
juzgar por lo que veía, se había convertido en un par de ojos que flotaban a un
metro del suelo en una lúgubre calle llena de coches aparcados.

—¡En marcha! —dijo a su lado la voz de Ron.

Fue como si el pavimento y los sucios edificios que había a cada lado
empezaran a caer y se perdieran de vista al ascender el coche; al cabo de
unos segundos, tenían todo Londres bajo sus pies, impresionante y neblinoso.

Entonces se oyó un ligero estallido y reaparecieron el coche, Ron y Harry.

—¡Vaya! —dijo Ron, pulsando el botón del accionador de invisibilidad—.
Se ha estropeado.

Los dos se pusieron a darle golpes. El coche desapareció, pero luego


empezó a aparecer y desaparecer de forma intermitente.

—¡Agárrate! —gritó Ron, y apretó el acelerador. Como una bala,
penetraron en las nubes algodonosas y todo se volvió neblinoso y gris.

—¿Y ahora qué? —preguntó Harry, pestañeando ante la masa compacta
de nubes que los rodeaba por todos lados.

—Tendríamos que ver el tren para saber qué dirección seguir —dijo Ron.

—Vuelve a descender, rápido.

Descendieron por debajo de las nubes, y se asomaron mirando hacia abajo
con los ojos entornados.

—¡Ya lo veo! —gritó Harry—. ¡Todo recto, por allí!

El expreso de Hogwarts corría debajo de ellos, parecido a una serpiente
roja.

—Derecho hacia el norte —dijo Ron, comprobando el indicador del
salpicadero—. Bueno, tendremos que comprobarlo cada media hora más o
menos. Agárrate. —Y volvieron a internarse en las nubes. Un minuto después,
salían al resplandor de la luz solar.

Aquél era un mundo diferente. Las ruedas del coche rozaban el océano de
esponjosas nubes y el cielo era una extensión inacabable de color azul intenso
bajo un cegador sol blanco.

—Ahora sólo tenemos que preocuparnos de los aviones —dijo Ron.

Se miraron el uno al otro y rieron. Tardaron mucho en poder parar de reír.

Era como si hubieran entrado en un sueño maravilloso. Aquélla, pensó
Harry, era seguramente la manera ideal de viajar: pasando copos de nubes que
parecían de nieve, en un coche inundado de luz solar cálida y luminosa, con
una gran bolsa de caramelos en la guantera e imaginando las caras de envidia
que pondrían Fred y George cuando aterrizaran con suavidad en la amplia
explanada de césped delante del castillo de Hogwarts.

Comprobaban regularmente el rumbo del tren a medida que avanzaban
hacia el norte, y cada vez que bajaban por debajo de las nubes veían un
paisaje diferente. Londres quedó atrás enseguida y fue reemplazado por
campos verdes que dieron paso a brezales de color púrpura, a aldeas con
diminutas iglesias en miniatura y a una gran ciudad animada por coches que
parecían hormigas de variados colores.

Sin embargo, después de varias horas sin sobresaltos, Harry tenía que
admitir que parte de la diversión se había esfumado. Los caramelos les habían
dado una sed tremenda y no tenían nada que beber. Harry y Ron se habían
despojado de sus jerséis, pero al primero se le pegaba la camiseta al respaldo
del asiento y a cada momento las gafas le resbalaban hasta la punta de la nariz


empapada de sudor. Había dejado de maravillarse con las sorprendentes
formas de las nubes y se acordaba todo el tiempo del tren que circulaba miles
de metros más abajo, donde se podía comprar zumo de calabaza muy frío del
carrito que llevaba una bruja gordita. ¿Por qué motivo no habrían podido entrar
en el andén nueve y tres cuartos?

—No puede quedar muy lejos ya, ¿verdad? —dijo Ron, con la voz ronca,
horas más tarde, cuando el sol se hundía en el lecho de nubes, tiñéndolas de
un rosa intenso—. ¿Listo para otra comprobación del tren?

Éste continuaba debajo de ellos, abriéndose camino por una montaña
coronada de nieve. Se veía mucho más oscuro bajo el dosel de nubes.

Ron apretó el acelerador y volvieron a ascender, pero al hacerlo, el motor
empezó a chirriar.

Harry y Ron se intercambiaron miradas nerviosas.

—Seguramente es porque está cansado —dijo Ron—, nunca había hecho
un viaje tan largo...

Y ambos hicieron como que no se daban cuenta de que el chirrido se hacía
más intenso al tiempo que el cielo se oscurecía. Las estrellas iban apareciendo
en el firmamento. Se hacía de noche. Harry volvió a ponerse el jersey, tratando
de no dar importancia al hecho de que los limpiaparabrisas se movían
despacio, como en protesta.

—Ya queda poco —dijo Ron, dirigiéndose más al coche que a Harry—, ya
queda muy poco —repitió, dando unas palmadas en el salpicadero con aire
preocupado. Cuando, un poco más adelante, volvieron a descender por debajo
de las nubes, tuvieron que aguzar la vista en busca de algo que pudieran
reconocer.

—¡Allí! —gritó Harry de forma que Ron y Hedwig dieron un bote—. ¡Allí
delante mismo!

En lo alto del acantilado que se elevaba sobre el lago, las numerosas
torres y atalayas del castillo de Hogwarts se recortaban contra el oscuro
horizonte.

Pero el coche había empezado a dar sacudidas y a perder velocidad.

—¡Vamos! —dijo Ron para animar al coche, dando una ligera sacudida al
volante—. ¡Venga, que ya llegamos!

El motor chirriaba. Del capó empezaron a salir delgados chorros de vapor.
Harry se agarró muy fuerte al asiento cuando se orientaron hacia el lago.

El coche osciló de manera preocupante. Mirando por la ventanilla, Harry
vio la superficie calma, negra y cristalina del agua, un par de kilómetros por
debajo de ellos. Ron aferraba con tanta fuerza el volante, que se le ponían
blancos los nudillos de las manos. El coche volvió a tambalearse.


—¡Vamos! —dijo Ron.

Sobrevolaban el lago. El castillo estaba justo delante de ellos. Ron apretó
el pedal a fondo.

Oyeron un estruendo metálico, seguido de un chisporroteo, y el motor se
paró completamente.

—¡Oh! —exclamó Ron, en medio del silencio.

El morro del coche se inclinó irremediablemente hacia abajo. Caían, cada
vez más rápido, directos contra el sólido muro del castillo.

—¡Noooooo! —gritó Ron, girando el volante; esquivaron el muro por unos
centímetros cuando el coche viró describiendo un pronunciado arco y planeó
sobre los invernaderos y luego sobre la huerta y el oscuro césped, perdiendo
altura sin cesar.

Ron soltó el volante y se sacó del bolsillo de atrás la varita mágica.

—¡ALTO! ¡ALTO! —gritó, dando unos golpes en el salpicadero y el
parabrisas, pero todavía estaban cayendo en picado, y el suelo se precipitaba
contra ellos...

—¡CUIDADO CON EL ÁRBOL! —gritó Harry, cogiendo el volante, pero era
demasiado tarde.

¡¡PAF!!

Con gran estruendo, chocaron contra el grueso tronco del árbol y se dieron
un gran batacazo en el suelo. Del abollado capó salió más humo; Hedwig daba
chillidos de terror; a Harry le había salido un doloroso chichón del tamaño de
una bola de golf en la cabeza, al golpearse contra el parabrisas; y, a su lado,
Ron emitía un gemido ahogado de desesperación.

—¿Estás bien? —le preguntó Harry inmediatamente.

—¡Mi varita mágica! —dijo Ron con voz temblorosa—. ¡Mira mi varita!

Se había partido prácticamente en dos pedazos, y la punta oscilaba, sujeta
sólo por unas pocas astillas.

Harry abrió la boca para decir que estaba seguro de que podrían
recomponerla en el colegio, pero no llegó a decir nada. En aquel mismo
momento, algo golpeó contra su lado del coche con la fuerza de un toro que les
embistiera y arrojó a Harry sobre Ron, al mismo tiempo que el techo del coche
recibía otro golpe igualmente fuerte.

—¿Qué ha pasado?

Ron ahogó un grito al mirar por el parabrisas, y Harry sacó la cabeza por la
ventanilla en el preciso momento en que una rama, gruesa como una serpiente


pitón, golpeaba en el coche destrozándolo. El árbol contra el que habían chocado
les atacaba. El tronco se había inclinado casi el doble de lo que estaba
antes, y azotaba con sus nudosas ramas pesadas como el plomo cada
centímetro del coche que tenía a su alcance.

—¡Aaaaag! —gritó Ron, cuando una rama retorcida golpeó en su puerta
produciendo otra gran abolladura; el parabrisas tembló entonces bajo una lluvia
de golpes de ramitas, y una rama gruesa como un ariete aporreó con tal furia el
techo, que pareció que éste se hundía.

—¡Escapemos! —gritó Ron, empujando la puerta con toda su fuerza, pero
inmediatamente el salvaje latigazo de otra rama lo arrojó hacia atrás, contra el
regazo de Harry.

—¡Estamos perdidos! —gimió, viendo combarse el techo.

De repente el suelo del coche comenzó a vibrar: el motor se ponía de
nuevo en funcionamiento.

—¡Marcha atrás! —gritó Harry, y el coche salió disparado. El árbol aún
trataba de golpearles, y pudieron oír crujir sus raíces cuando, en un intento de
arremeter contra el coche que escapaba, casi se arranca del suelo.

—Por poco —dijo Ron jadeando—. ¡Así se hace, coche!

El coche, sin embargo, había agotado sus fuerzas. Con dos golpes secos,
las puertas se abrieron y Harry sintió que su asiento se inclinaba hacia un lado
y de pronto se encontró sentado en el húmedo césped. Unos ruidos sordos le
indicaron que el coche estaba expulsando el equipaje del maletero; la jaula de
Hedwig salió volando por los aires y se abrió de golpe, y la lechuza salió
emitiendo un fuerte chillido de enojo y voló apresuradamente y sin parar en
dirección al castillo. A continuación, el coche, abollado y echando humo, se
perdió en la oscuridad, emitiendo un ruido sordo y con las luces de atrás
encendidas como en un gesto de enfado.

—¡Vuelve! —le gritó Ron, blandiendo la varita rota—. ¡Mi padre me matará!

Pero el coche desapareció de la vista con un último bufido del tubo de
escape.

—¿Es posible que tengamos esta suerte? —preguntó Ron embargado por
la tristeza mientras se inclinaba para recoger a Scabbers, la rata—. De todos
los árboles con los que podíamos haber chocado, tuvimos que dar contra el
único que devuelve los golpes.

Se volvió para mirar el viejo árbol, que todavía agitaba sus ramas
pavorosamente.

—Vamos —dijo Harry, cansado—. Lo mejor que podemos hacer es ir al
colegio.

No era la llegada triunfal que habían imaginado. Con el cuerpo agarrotado,


frío y magullado, cada uno cogió su baúl por la anilla del extremo, y los
arrastraron por la ladera cubierta de césped, hacia arriba, donde les esperaban
las inmensas puertas de roble de la entrada principal.

—Me parece que ya ha comenzado el banquete —dijo Ron, dejando su
baúl al principio de los escalones y acercándose sigilosamente para echar un
vistazo a través de una ventana iluminada—. ¡Eh, Harry, ven a ver esto... es la
Selección!

Harry se acercó a toda prisa, y juntos contemplaron el Gran Comedor.

Sobre cuatro mesas abarrotadas de gente, se mantenían en el aire
innumerables velas, haciendo brillar los platos y las copas. Encima de las
cabezas, el techo encantado que siempre reflejaba el cielo exterior estaba
cuajado de estrellas.

A través de la confusión de los sombreros negros y puntiagudos de
Hogwarts, Harry vio una larga hilera de alumnos de primer curso que, con
caras asustadas, iban entrando en el comedor. Ginny estaba entre ellos; era
fácil de distinguir por el color intenso de su pelo, que revelaba su pertenencia a
la familia Weasley. Mientras tanto, la profesora McGonagall, una bruja con
gafas y con el pelo recogido en un apretado moño, ponía el famoso Sombrero
Seleccionador de Hogwarts sobre un taburete, delante de los recién llegados.

Cada año, este sombrero viejo, remendado, raído y sucio, distribuía a los
nuevos estudiantes en cada una de las cuatro casas de Hogwarts: Gryffindor,
Hufflepuff, Ravenclaw y Slytherin. Harry se acordaba bien de cuando se lo
había puesto, un año antes, y había esperado muy quieto la decisión que el
sombrero pronunció en voz alta en su oído. Durante unos escasos y horribles
segundos, había temido que lo fuera a destinar a Slytherin, la casa que había
dado más magos y brujas tenebrosos que ninguna otra, pero había acabado en
Gryffindor, con Ron, Hermione y el resto de los Weasley. En el último trimestre,
Harry y Ron habían contribuido a que Gryffindor ganara el campeonato de las
casas, venciendo a Slytherin por primera vez en siete años.

Habían llamado a un chaval muy pequeño, de pelo castaño, para que se
pusiera el sombrero. Harry desvió la mirada hacia el profesor Dumbledore, el
director, que se hallaba contemplando la Selección desde la mesa de los
profesores, con su larga barba plateada y sus gafas de media luna brillando a
la luz de las velas. Varios asientos más allá, Harry vio a Gilderoy Lockhart,
vestido con una túnica color aguamarina. Y al final estaba Hagrid, grande y
peludo, apurando su copa.

—Espera... —dijo Harry a Ron en voz baja—. Hay una silla vacía en la
mesa de los profesores. ¿Dónde está Snape?

Severus Snape era el profesor que menos le gustaba a Harry. Y Harry
resultó ser el alumno que menos le gustaba a Snape, que daba clase de
Pociones y era cruel, sarcástico y sentía aversión por todos los alumnos que no
fueran de Slytherin, la casa a la que pertenecía.


—¡A lo mejor está enfermo! —dijo Ron, esperanzado.

—¡Quizá se haya ido —dijo Harry—, porque tampoco esta vez ha
conseguido el puesto de profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras!

—O quizá lo han echado —dijo Ron con entusiasmo—. Como todo el
mundo lo odia...

—O tal vez —dijo una voz glacial detrás de ellos— quiera averiguar por
qué no habéis llegado vosotros dos en el tren escolar.

Harry se dio media vuelta. Allí estaba Severus Snape, con su túnica negra
ondeando a la fría brisa. Era un hombre delgado de piel cetrina, nariz ganchuda
y pelo negro y grasiento que le llegaba hasta los hombros, y en aquel momento
sonreía de tal modo que Ron y Harry comprendieron inmediatamente que se
habían metido en un buen lío.

—Seguidme —dijo Snape.

Sin atreverse a mirarse el uno al otro, Harry y Ron siguieron a Snape
escaleras arriba hasta el gran vestíbulo iluminado con antorchas, donde las
palabras producían eco. Un delicioso olor de comida flotaba en el Gran
Comedor, pero Snape los alejó de la calidez y la luz y los condujo abajo por la
estrecha escalera de piedra que llevaba a las mazmorras.

—¡Adentro! —dijo, abriendo una puerta que se encontraba a mitad del frío
corredor, y señalando su interior.

Entraron temblando en el despacho de Snape. Los sombríos muros
estaban cubiertos por estantes con grandes tarros de cristal, dentro de los
cuales flotaban cosas verdaderamente asquerosas, cuyo nombre en aquel
momento a Harry no le interesaba en absoluto. La chimenea estaba apagada y
vacía. Snape cerró la puerta y se volvió hacia ellos.

—Así que —dijo con voz melosa— el tren no es un medio de transporte
digno para el famoso Harry Potter y su fiel compañero Weasley. Queríais hacer
una llegada a lo grande, ¿eh, muchachos?

—No, señor, fue la barrera en la estación de Kings Cross lo que...

—¡Silencio! —dijo Snape con frialdad—. ¿Qué habéis hecho con el coche?

Ron tragó saliva. No era la primera vez que a Harry le daba la impresión de
que Snape era capaz de leer el pensamiento. Pero enseguida comprendió,
cuando Snape desplegó un ejemplar de El Profeta Vespertino de aquel mismo
día.

—Os han visto —les dijo enfadado, enseñándoles el titular:

«MUGGLES» DESCONCERTADOS


POR UN FORD ANGLIA VOLADOR

Y comenzó a leer en voz alta:

—«En Londres, dos muggles están convencidos de haber visto un coche
viejo sobrevolando la torre del edificio de Correos (...) al mediodía en Norfolk, la
señora Hetty Bayliss, al tender la ropa (...) y el señor Angus Fleet, de Peebles,
informaron a la policía, etcétera.» En total, seis o siete muggles. Tengo
entendido que tu padre trabaja en el Departamento Contra el Uso Incorrecto de
los Objetos Muggles —dijo, mirando a Ron y sonriendo de manera aún más
desagradable—. Vaya, vaya..., su propio hijo...

Harry sintió como si una de las ramas más grandes del árbol furioso le
acabara de golpear en el estómago. Si alguien averiguara que el señor
Weasley había encantado el coche... No se le había ocurrido pensar en eso...

—He percibido, en mi examen del parque, que un ejemplar muy valioso de
sauce boxeador parece haber sufrido daños considerables —prosiguió Snape.

—Ese árbol nos ha hecho más daño a nosotros que nosotros a... —se le
escapó a Ron.

—¡Silencio! —interrumpió de nuevo Snape—. Por desgracia, vosotros no
pertenecéis a mi casa, y la decisión de expulsaros no me corresponde a mí.
Voy a buscar a las personas a quienes compete esa grata decisión. Esperad
aquí.

Ron y Harry se miraron, palideciendo. Harry ya no sentía hambre, sino un
tremendo mareo. Trató de no mirar hacia el estante que había detrás del
escritorio de Snape, donde en un gran tarro con líquido verde flotaba una cosa
muy larga y delgada. Si Snape había ido en busca de la profesora McGonagall,
jefa de la casa Gryffindor, su situación no iba a mejorar mucho. Ella podía ser
mejor que Snape, pero era muy estricta.

Diez minutos después, Snape volvió, y se confirmó que era la profesora
McGonagall quien lo acompañaba. Harry había visto en varias ocasiones a la
profesora McGonagall enfadada, pero, o bien había olvidado lo tensos que
podía poner los labios, o es que nunca la había visto tan enfadada. Ella levantó
su varita al entrar. Harry y Ron se estremecieron, pero ella simplemente
apuntaba hacia la chimenea, donde las llamas empezaron a brotar al instante.

—Sentaos —dijo ella, y los dos se retiraron a dos sillas que había al lado
del fuego—. Explicaos —añadió. Sus gafas brillaban inquietantemente.

Ron comenzó a narrar toda la historia, empezando por la barrera de la
estación, que no les había dejado pasar.

—... así que no teníamos otra opción, profesora, no pudimos coger el tren.

—¿Y por qué no enviasteis una carta por medio de una lechuza? Imagino


que tenéis alguna lechuza —dijo fríamente la profesora McGonagall a Harry.

Harry se quedó mirándola con la boca abierta. Ahora que la profesora lo
mencionaba, parecía obvio que aquello era lo que tenían que haber hecho.

—No-no lo pensé...

—Eso —observó la profesora McGonagall— es evidente.

Llamaron a la puerta del despacho y Snape la abrió, más contento que
unas pascuas. Era el director, el profesor Dumbledore.

Harry tenía todo el cuerpo agarrotado. La expresión de Dumbledore era de
una severidad inusitada. Miró de tal forma a los dos alumnos que tenía debajo
de su gran nariz aguileña, que en aquel momento Harry habría preferido estar
con Ron recibiendo los golpes del sauce boxeador.

Hubo un prolongado silencio, tras el cual Dumbledore dijo:

—Por favor, explicadme por qué lo habéis hecho.

Habría sido preferible que hubiera gritado. A Harry le pareció horrible el
tono decepcionado que había en su voz. No sabía por qué, pero no podía mirar
a Dumbledore a los ojos, y habló con la mirada clavada en sus rodillas. Se lo
contó todo a Dumbledore, salvo lo de que el señor Weasley era el propietario
del coche encantado, simulando que Ron y él se habían encontrado un coche
volador a la salida de la estación. Supuso que Dumbledore les interrogaría
inmediatamente al respecto, pero Dumbledore no preguntó nada sobre el
coche. Cuando Harry acabó, el director simplemente siguió mirándolos a través
de sus gafas.

—Iremos a recoger nuestras cosas —dijo Ron en un tono de voz
desesperado.

—¿Qué quieres decir, Weasley? —bramó la profesora McGonagall.

—Bueno, nos van a expulsar, ¿no? —dijo Ron.

Harry miró a Dumbledore.

—Hoy no, señor Weasley —dijo Dumbledore—. Pero quiero dejar claro que
lo que habéis hecho es muy grave. Esta noche escribiré a vuestras familias. He
de advertiros también que si volvéis a hacer algo parecido, no tendré más
remedio que expulsaros.

Por la expresión de Snape, parecía como si sólo se hubieran suprimido las
Navidades. Se aclaró la garganta y dijo:

—Profesor Dumbledore, estos muchachos han transgredido el decreto
para la restricción de la magia en menores de edad, han causado daños graves
a un árbol muy antiguo y valioso... Creo que actos de esta naturaleza...


—Corresponderá a la profesora McGonagall imponer el castigo a estos
muchachos, Severus —dijo Dumbledore con tranquilidad—. Pertenecen a su
casa y están por tanto bajo su responsabilidad. —Se volvió hacia la profesora
McGonagall—. Tengo que regresar al banquete, Minerva, he de comunicarles
unas cuantas cosas. Vamos, Severus, hay una tarta de crema que tiene muy
buena pinta y quiero probarla.

Al salir del despacho, Snape dirigió a Ron y Harry una mirada envenenada.
Se quedaron con la profesora McGonagall, que todavía los miraba como un
águila enfurecida.

—Lo mejor será que vayas a la enfermería, Weasley, estás sangrando.

—No es nada —dijo Ron, frotándose enseguida con la manga la herida
que tenía en la ceja—. Profesora, quisiera ver la selección de mi hermana.

—La Ceremonia de Selección ya ha concluido —dijo la profesora
McGonagall—. Tu hermana está también en Gryffindor.

—¡Bien! —dijo Ron.

—Y hablando de Gryffindor... —empezó a decir severamente la profesora
McGonagall.

Pero Harry la interrumpió.

—Profesora, cuando nosotros cogimos el coche, el curso aún no había
comenzado, así que, en realidad, a Gryffindor no habría que quitarle puntos,
¿no? —dijo, mirándola con temor.

La profesora McGonagall le dirigió una mirada penetrante, pero Harry
estaba seguro de que había estado a punto de sonreír. Tenía los labios menos
tensos, eso era evidente.

—No quitaremos puntos a Gryffindor —dijo ella, y Harry se sintió muy
aliviado—. Pero vosotros dos seréis castigados.

Eso era menos malo de lo que Harry se había temido. En cuanto a que
Dumbledore escribiera a los Dursley, le daba lo mismo. Harry sabía
perfectamente que los Dursley lamentarían que el sauce boxeador no lo
hubiera aplastado.

La profesora McGonagall volvió a levantar su varita y apuntó con ella al
escritorio de Snape. Sonó un ¡plop! y apareció un gran plato de emparedados,
dos copas de plata y una jarra de zumo frío de calabaza.

—Comeréis aquí y luego os iréis directamente al dormitorio —indicó—. Yo
también tengo que volver al banquete.

Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Ron profirió un silbido bajo y
prolongado.


—Creí que no nos salvábamos —dijo, cogiendo un emparedado.

—Y yo también —contestó Harry, haciendo lo mismo.

—Pero ¿cómo es posible que tengamos tan mala suerte? —dijo Ron con la
boca llena de jamón y pollo—. Fred y George deben de haber volado en ese
coche cinco o seis veces y nunca los ha visto ningún muggle. —Tragó y volvió
a dar otro bocado—. ¿Y por qué no pudimos atravesar la barrera?

Harry se encogió de hombros.

—Tendremos que andarnos con mucho cuidado de ahora en adelante —
dijo, tomando un refrescante trago de zumo de calabaza—. Si al menos
hubiéramos podido subir al banquete...

—Ella no quería que hiciéramos ningún alarde —dijo Ron
inteligentemente—. No quiere que nadie llegue a pensar que está bien eso de
llegar volando en un coche.

Cuando hubieron comido todos los emparedados que podían (en el plato
iban apareciendo más, conforme los engullían), se levantaron y salieron del
despacho, y tomaron el camino que llevaba a la torre de Gryffindor. El castillo
estaba en calma, parecía que el banquete había concluido. Pasaron por
delante de retratos parlantes y armaduras que chirriaban, y subieron por las
escaleras de piedra hasta que llegaron finalmente al corredor donde, oculta
detrás de una pintura al óleo que representaba a una mujer gorda vestida con
un vestido de seda rosa, estaba la entrada secreta a la torre de Gryffindor

—La contraseña —exigió ella, al verlos acercarse.

—Esto... —dijo Harry.

No conocían la contraseña del nuevo curso, porque aún no habían visto a
ningún prefecto, pero casi al instante les llegó la ayuda; detrás de ellos oyeron
unos pasos veloces y al volverse vieron a Hermione que corría a ayudarles.

—¡Estáis aquí! ¿Dónde os habíais metido? Corren los rumores más
absurdos... Alguien decía que os habían expulsado por haber tenido un
accidente con un coche volador.

—Bueno, no nos han expulsado —le garantizó Harry.

—¿Quieres decir que habéis venido hasta aquí volando? —preguntó
Hermione, en un tono de voz casi tan duro como el de la profesora
McGonagall.

—Ahórrate el sermón —dijo Ron impaciente— y dinos cuál es la nueva
contraseña.

—Es «somormujo» —dijo Hermione deprisa—, pero ésa no es la cuestión..

No pudo terminar lo que estaba diciendo, sin embargo, porque el retrato de


la señora gorda se abrió y se oyó una repentina salva de aplausos. Al parecer,
en la casa de Gryffindor todos estaban despiertos y abarrotaban la sala circular
común, de pie sobre las mesas revueltas y las mullidas butacas, esperando a
que ellos llegaran. Unos cuantos brazos aparecieron por el hueco de la puerta
secreta para tirar de Ron y Harry hacia dentro, y Hermione entró detrás de
ellos.

—¡Formidable! —gritó Lee Jordan—. ¡Soberbio! ¡Qué llegada! Habéis
volado en un coche hasta el sauce boxeador. ¡La gente hablará de esta proeza
durante años!

—¡Bravo! —dijo un estudiante de quinto curso con quien Harry no había
hablado nunca.

Alguien le daba palmadas en la espalda como si acabara de ganar una
maratón. Fred y George se abrieron camino hasta la primera fila de la multitud
y dijeron al mismo tiempo:

—¿Por qué no nos llamasteis?

Ron estaba azorado y sonreía sin saber qué decir. Harry se fijó en alguien
que no estaba en absoluto contento. Al otro lado de la multitud de emocionados
estudiantes de primero, vio a Percy que trataba de acercarse para reñirles.
Harry le dio a Ron con el codo en las costillas y señaló a Percy con la cabeza.
Inmediatamente, Ron entendió lo que le quería decir.

—Tenemos que subir..., estamos algo cansados —dijo, y los dos se
abrieron paso hacia la puerta que había al otro lado de la estancia, que daba a
una escalera de caracol y a los dormitorios.

—Buenas noches —dijo Harry a Hermione, volviéndose. Ella tenía la
misma cara de enojo que Percy.

Consiguieron alcanzar el otro extremo de la sala común, recibiendo
palmadas en la espalda, y al fin llegaron a la tranquilidad de la escalera. La
subieron deprisa, derechos hasta el final, hasta la puerta de su antiguo
dormitorio, que ahora lucía un letrero que indicaba «Segundo curso».
Penetraron en la estancia que ya conocían; tenía forma circular, con sus cinco
camas adoseladas con terciopelo rojo y sus ventanas elevadas y estrechas.
Les habían subido los baúles y los habían dejado a los pies de sus camas
respectivas.

Ron sonrió a Harry con una expresión de culpabilidad.

—Sé que no tendría que haber disfrutado de este recibimiento, pero la
verdad es que...

La puerta del dormitorio se abrió y entraron los demás chicos del segundo
curso de la casa Gryffindor: Seamus Finnigan, Dean Thomas y Neville
Longbottom.

—¡Increíble! —dijo Seamus sonriendo.


—¡Formidable! —dijo Dean.
—¡Alucinante! —dijo Neville, sobrecogido.
Harry no pudo evitarlo. Él también sonrió.

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