martes, 29 de agosto de 2017

Capitulo 8. El cumpleaños de muerte

Llegó octubre y un frío húmedo se extendió por los campos y penetró en el
castillo. La señora Pomfrey, la enfermera, estaba atareadísima debido a una
repentina epidemia de catarro entre profesores y alumnos. Su poción Pepperup
tenía efectos instantáneos, aunque dejaba al que la tomaba echando humo por
las orejas durante varias horas. Como Ginny Weasley tenía mal aspecto, Percy
le insistió hasta que la probó. El vapor que le salía de debajo del pelo producía
la impresión de que toda su cabeza estaba ardiendo.

Gotas de lluvia del tamaño de balas repicaron contra las ventanas del
castillo durante días y días; el nivel del lago subió, los arriates de flores se
transformaron en arroyos de agua sucia y las calabazas de Hagrid adquirieron
el tamaño de cobertizos. El entusiasmo de Oliver Wood, sin embargo, no se
enfrió, y por este motivo Harry, a última hora de una tormentosa tarde de
sábado, cuando faltaban pocos días para Halloween, se encontraba volviendo
a la torre de Gryffindor, calado hasta los huesos y salpicado de barro.

Aunque no hubiera habido ni lluvia ni viento, aquella sesión de
entrenamiento tampoco habría sido agradable. Fred y George, que espiaban al
equipo de Slytherin, habían comprobado por sí mismos la velocidad de las
nuevas Nimbus 2.001. Dijeron que lo único que podían describir del juego del
equipo de Slytherin era que los jugadores cruzaban el aire como centellas y no
se les veía de tan rápido como volaban.

Harry caminaba por el corredor desierto con los pies mojados, cuando se
encontró a alguien que parecía tan preocupado como él. Nick Casi Decapitado,
el fantasma de la torre de Gryffindor, miraba por una ventana, murmurando
para sí: «No cumplo con las características... Un centímetro... Si eso...»

—Hola, Nick —dijo Harry.

—Hola, hola —respondió Nick Casi Decapitado, dando un respingo y
mirando alrededor. Llevaba un sombrero de plumas muy elegante sobre su
largo pelo ondulado, y una túnica con gorguera, que disimulaba el hecho de
que su cuello estaba casi completamente seccionado. Tenía la piel pálida como
el humo, y a través de él Harry podía ver el cielo oscuro y la lluvia torrencial del
exterior.

—Parecéis preocupado, joven Potter —dijo Nick, plegando una carta
transparente mientras hablaba, y metiéndosela bajo el jubón.

—Igual que usted —dijo Harry.

—¡Bah! —Nick Casi Decapitado hizo un elegante gesto con la mano—, un
asunto sin importancia... No es que realmente tuviera interés en pertenecer...
aunque lo solicitara, pero por lo visto «no cumplo con las características». —A
pesar de su tono displicente, tenía amargura en el rostro—. Pero cualquiera


pensaría, cualquiera —estalló de repente, volviendo a sacar la carta del
bolsillo—, que cuarenta y cinco hachazos en el cuello dados con un hacha mal
afilada serían suficientes para permitirle a uno pertenecer al Club de Cazadores
Sin Cabeza.

—Desde luego —dijo Harry, que se dio cuenta de que el otro esperaba que
le diera la razón.

—Por supuesto, nadie tenía más interés que yo en que todo resultase
limpio y rápido, y habría preferido que mi cabeza se hubiera desprendido
adecuadamente, quiero decir que eso me habría ahorrado mucho dolor y
ridículo. Sin embargo... —Nick Casi Decapitado abrió la carta y leyó indignado:

Sólo nos es posible admitir cazadores cuya cabeza esté separada del
correspondiente cuerpo. Comprenderá que, en caso contrario, a los
miembros del club les resultaría imposible participar en actividades
tales como los Juegos malabares de cabeza sobre el caballo o el
Cabeza Polo. Lamentándolo profundamente, por tanto, es mi deber
informarle de que usted no cumple con las características requeridas
para pertenecer al club. Con mis mejores deseos,

Sir Patrick Delaney-Podmore

Indignado, Nick Casi Decapitado volvió a guardar la carta.

—¡Un centímetro de piel y tendón sostiene la cabeza, Harry! La mayoría de
la gente pensaría que estoy bastante decapitado, pero no, eso no es suficiente
para sir Bien Decapitado-Podmore.

Nick Casi Decapitado respiró varias veces y dijo después, en un tono más
tranquilo:

—Bueno, ¿y a vos qué os pasa? ¿Puedo ayudaros en algo?

—No —dijo Harry—. A menos que sepa dónde puedo conseguir siete
escobas Nimbus 2.001 gratuitas para nuestro partido contra Sly..

El resto de la frase de Harry no se pudo oír porque la ahogó un maullido
estridente que llegó de algún lugar cercano a sus tobillos. Bajó la vista y se
encontró un par de ojos amarillos que brillaban como luces. Era la Señora
Norris, la gata gris y esquelética que el conserje, Argus Filch, utilizaba como
una especie de segundo de a bordo en su guerra sin cuartel contra los
estudiantes.

—Será mejor que os vayáis, Harry —dijo Nick apresuradamente—. Filch no
está de buen humor. Tiene gripe y unos de tercero, por accidente, pusieron
perdido de cerebro de rana el techo de la mazmorra 5; se ha pasado la mañana
limpiando, y si os ve manchando el suelo de barro...


—Bien —dijo Harry, alejándose de la mirada acusadora de la Señora
Norris. Pero no se dio la prisa necesaria. Argus Filch penetró repentinamente
por un tapiz que había a la derecha de Harry, llamado por la misteriosa
conexión que parecía tener con su repugnante gata, a buscar como un loco y
sin descanso a cualquier infractor de las normas. Llevaba al cuello una gruesa
bufanda de tela escocesa, y su nariz estaba de un color rojo que no era el
habitual.

—¡Suciedad! —gritó, con la mandíbula temblando y los ojos salidos de las
órbitas, al tiempo que señalaba el charco de agua sucia que había goteado de
la túnica de quidditch de Harry—. ¡Suciedad y mugre por todas partes! ¡Hasta
aquí podíamos llegar! ¡Sígueme, Potter!

Así que Harry hizo un gesto de despedida a Nick Casi Decapitado y siguió
a Filch escaleras abajo, duplicando el número de huellas de barro.

Harry no había entrado nunca en la conserjería de Filch. Era un lugar que
evitaban la mayoría de los estudiantes, una habitación lóbrega y desprovista de
ventanas, iluminada por una solitaria lámpara de aceite que colgaba del techo,
y en la cual persistía un vago olor a pescado frito. En las paredes había
archivadores de madera. Por las etiquetas, Harry imaginó que contenían
detalles de cada uno de los alumnos que Filch había castigado en alguna
ocasión. Fred y George Weasley tenían para ellos solos un cajón entero.
Detrás de la mesa de Filch, en la pared, colgaba una colección de cadenas y
esposas relucientes. Todos sabían que él siempre pedía a Dumbledore que le
dejara colgar del techo por los tobillos a los alumnos.

Filch cogió una pluma de un bote que había en la mesa y empezó a
revolver por allí buscando pergamino.

—Cuánta porquería —se quejaba, furioso—: mocos secos de lagarto
silbador gigante..., cerebros de rana..., intestinos de ratón... Estoy harto... Hay
que dar un escarmiento... ¿Dónde está el formulario? Ajá...

Encontró un pergamino en el cajón de la mesa y lo extendió ante sí, y a
continuación mojó en el tintero su larga pluma negra.

—Nombre: Harry Potter. Delito: ...

—¡Sólo fue un poco de barro! —dijo Harry.

—Sólo es un poco de barro para ti, muchacho, ¡pero para mí es una hora
extra fregando! —gritó Filch. Una gota temblaba en la punta de su protuberante
nariz—. Delito: ensuciar el castillo. Castigo propuesto: ...

Secándose la nariz, Filch miró con desagrado a Harry, entornando los ojos.
El muchacho aguardaba su sentencia conteniendo la respiración.

Pero cuando Filch bajó la pluma, se oyó un golpe tremendo en el techo de
la conserjería, que hizo temblar la lámpara de aceite.

—¡PEEVES! —bramó Filch, tirando la pluma en un acceso de ira—. ¡Esta


vez te voy a pillar, esta vez te pillo!

Y, olvidándose de Harry, salió de la oficina corriendo con sus pies planos y
con la Señora Norris galopando a su lado.

Peeves era el poltergeist del colegio, burlón y volador, que sólo vivía para
causar problemas y embrollos. A Harry, Peeves no le gustaba en absoluto,
pero en aquella ocasión no pudo evitar sentirse agradecido. Era de esperar que
lo que Peeves hubiera hecho (y, a juzgar por el ruido, esta vez debía de
haberse cargado algo realmente grande) sería suficiente para que Filch se
olvidase de Harry.

Pensando que tendría que aguardar a que Filch regresara, Harry se sentó
en una silla apolillada que había junto a la mesa. Aparte del formulario a medio
rellenar, sólo había otra cosa en la mesa: un sobre grande, rojo y brillante con
unas palabras escritas con tinta plateada. Tras echar a la puerta una fugaz
mirada para comprobar que Filch no volvía en aquel momento, Harry cogió el
sobre y leyó:

«EMBRUJORRÁPID»

Curso de magia por correspondencia

para principiantes

Intrigado, Harry abrió el sobre y sacó el fajo de pergaminos que contenía.
En la primera página, la misma escritura color de plata con florituras decía:

¿Se siente perdido en el mundo de la magia moderna? ¿Busca usted
excusas para no llevar a cabo sencillos conjuros? ¿Ha provocado
alguna vez la hilaridad de sus amistades por su torpeza con la varita
mágica?

¡Aquí tiene la solución!

«Embrujorrápid» es un curso completamente nuevo, infalible, de
rápidos resultados y fácil de estudiar. ¡Cientos de brujas y magos se
han beneficiado ya del método «Embrujorrápid»!

La señora Z. Nettles, de Topsham, nos ha escrito lo siguiente:

«¡Me había olvidado de todos los conjuros, y mi familia se reía de
mis pociones! ¡Ahora, gracias al curso “Embrujorrápid”, soy el centro
de atención en las reuniones, y mis amigos me ruegan que les dé la


receta de mi Solución Chispeante!»

El brujo D.J Prod, de Didsbury escribe

«Mi mujer decía que mis encantamientos eran una chapuza, pero
después de seguir durante un mes su fabuloso curso Embrujorrápid,
¡la he convertido en una vaca!,Gracias Embrujorrápid,»

Extrañado, Harry hojeó el resto del contenido del sobre. ¿Para qué
demonios quería Filch un curso de Embrujorrápid? ¿Quería esto decir que no
era un mago de verdad? Harry leía «Lección primera: Cómo sostener la varita.
Consejos útiles», cuando un ruido de pasos arrastrados le indicó que Filch
regresaba. Metiendo los pergaminos en el sobre, lo volvió a dejar en la mesa y
en aquel preciso momento se abrió la puerta.

Filch parecía triunfante.

—¡Ese armario evanescente era muy valioso! —decía con satisfacción a la
Señora Norris—. Esta vez Peeves es nuestro, querida.

Sus ojos tropezaron con Harry y luego se dirigieron como una bala al sobre
de Embrujorrápid que, como Harry comprendió demasiado tarde, estaba a
medio metro de distancia de donde se encontraba antes.

La cara pálida de Filch se puso de un rojo subido. Harry se preparó para
acometer un maremoto de furia. Filch se acercó a la mesa cojeando, cogió el
sobre y lo metió en un cajón.

—¿Has... lo has leído? —farfulló.

—No —se apresuró a mentir.

Filch se retorcía las manos nudosas.

—Si has leído mi correspondencia privada..., bueno, no es mía..., es para
un amigo..., es que claro..., bueno pues...

Harry lo miraba alarmado; nunca había visto a Filch tan alterado. Los ojos
se le salían de las órbitas y en una de sus hinchadas mejillas había aparecido
un tic que la bufanda de tejido escocés no lograba ocultar.

—Muy bien, vete... y no digas una palabra... No es que..., sin embargo, si
no lo has leído... Vete, tengo que escribir el informe sobre Peeves... Vete...

Asombrado de su buena suerte, Harry salió de la conserjería a toda prisa,
subió por el corredor y volvió a las escaleras. Salir de la conserjería de Filch sin
haber recibido ningún castigo era seguramente un récord.


—¡Harry! ¡Harry! ¿Funcionó?

Nick Casi Decapitado salió de un aula deslizándose. Tras él, Harry podía
ver los restos de un armario grande, de color negro y dorado, que parecía
haber caído de una gran altura.

—Convencí a Peeves para que lo estrellara justo encima de la conserjería
de Filch —dijo Nick emocionado—; pensé que eso le podría distraer.

—¿Ha sido usted? —dijo Harry, agradecido—. Claro que funcionó, ni
siquiera me van a castigar. ¡Gracias, Nick!

Se fueron andando juntos por el corredor. Nick Casi Decapitado, según
notó Harry, sostenía aún la carta con la negativa de sir Patrick.

—Me gustaría poder hacer algo para ayudarle en el asunto del club —dijo
Harry.

Nick Casi Decapitado se detuvo sobre sus huellas, y Harry pasó a través
de él. Lamentó haberlo hecho; fue como pasar por debajo de una ducha de
agua fría.

—Pero hay algo que podríais hacer por mí —dijo Nick emocionado—.
Harry, ¿sería mucho pedir...? No, no vais a querer...

—¿Qué es? —preguntó Harry.

—Bueno, el próximo día de Todos los Santos se cumplen quinientos años
de mi muerte —dijo Nick Casi Decapitado, irguiéndose y poniendo aspecto de
importancia.

—¡Ah! —exclamó Harry, no muy seguro de si tenía que alegrarse o
entristecerse—. ¡Bueno!

—Voy a dar una fiesta en una de las mazmorras mas amplias. Vendrán
amigos míos de todas partes del país. Para mí sería un gran honor que vos
pudierais asistir. Naturalmente, el señor Weasley y la señorita Granger también
están invitados. Pero me imagino que preferiréis ir a la fiesta del colegio. —Miró
a Harry con inquietud.

—No —dijo Harry enseguida—, iré...

—¡Mi estimado muchacho! ¡Harry Potter en mi cumpleaños de muerte! Y..
—dudó, emocionado—. ¿Tal vez podríais mencionarle a sir Patrick lo horrible y
espantoso que os resulto?

—Por supuesto —contestó Harry.

Nick Casi Decapitado le dirigió una sonrisa.


—¿Un cumpleaños de muerte? —dijo Hermione entusiasmada, cuando Harry
se hubo cambiado de ropa y reunido con ella y Ron en la sala común—. Estoy
segura de que hay muy poca gente que pueda presumir de haber estado en
una fiesta como ésta. ¡Será fascinante!

—¿Para qué quiere uno celebrar el día en que ha muerto? —dijo Ron, que
iba por la mitad de su deberes de Pociones y estaba de mal humor—. Me
suena a aburrimiento mortal.

La lluvia seguía azotando las ventanas, que se veían oscuras, aunque
dentro todo parecía brillante y alegre. La luz de la chimenea iluminaba las
mullidas butacas en que los estudiantes se sentaban a leer, a hablar, a hacer
los deberes o, en el caso de Fred y George Weasley, a intentar averiguar qué
es lo que sucede si se le da de comer a una salamandra una bengala del
doctor Filibuster. Fred había «rescatado» aquel lagarto de color naranja,
espíritu del fuego, de una clase de Cuidado de Criaturas Mágicas y ahora ardía
lentamente sobre una mesa, rodeado de un corro de curiosos.

Harry estaba a punto de comentar a Ron y Hermione el caso de Filch y el
curso Embrujorrápid, cuando de pronto la salamandra pasó por el aire
zumbando, arrojando chispas y produciendo estallidos mientras daba vueltas
por la sala. La imagen de Percy riñendo a Fred y George hasta enronquecer, la
espectacular exhibición de chispas de color naranja que salían de la boca de la
salamandra, y su caída en el fuego, con acompañamiento de explosiones,
hicieron que Harry olvidara por completo a Filch y el curso Embrujorrápid.

Cuando llegó Halloween, Harry ya estaba arrepentido de haberse
comprometido a ir a la fiesta de cumpleaños de muerte. El resto del colegio
estaba preparando la fiesta de Halloween; habían decorado el Gran Comedor
con los murciélagos vivos de costumbre; las enormes calabazas de Hagrid
habían sido convertidas en lámparas tan grandes que tres hombres habrían
podido sentarse dentro, y corrían rumores de que Dumbledore había
contratado una compañía de esqueletos bailarines para el espectáculo.

—Lo prometido es deuda —recordó Hermione a Harry en tono autoritario—
. Y tú le prometiste ir a su fiesta de cumpleaños de muerte.

Así que a las siete en punto, Harry, Ron y Hermione atravesaron el Gran
Comedor, que estaba lleno a rebosar y donde brillaban tentadoramente los
platos dorados y las velas, y dirigieron sus pasos hacia las mazmorras.

También estaba iluminado con hileras de velas el pasadizo que conducía a
la fiesta de Nick Casi Decapitado, aunque el efecto que producían no era
alegre en absoluto, porque eran velas largas y delgadas, de color negro


azabache, con una llama azul brillante que arrojaba una luz oscura y fantasmal
incluso al iluminar las caras de los vivos. La temperatura descendía a cada
paso que daban. Al tiempo que se ajustaba la túnica, Harry oyó un sonido
como si mil uñas arañasen una pizarra.

—¿A esto le llaman música? —se quejó Ron. Al doblar una esquina del
pasadizo, encontraron a Nick Casi Decapitado ante una puerta con colgaduras
negras.

—Queridos amigos —dijo con profunda tristeza—, bienvenidos,
bienvenidos... Os agradezco que hayáis venido...

Hizo una floritura con su sombrero de plumas y una reverencia señalando
hacia el interior.

Lo que vieron les pareció increíble. La mazmorra estaba llena de cientos
de personas transparentes, de color blanco perla. La mayoría se movían sin
ánimo por una sala de baile abarrotada, bailando el vals al horrible y trémulo
son de las treinta sierras de una orquesta instalada sobre un escenario vestido
de tela negra. Del techo colgaba una lámpara que daba una luz azul
medianoche. Al respirar les salía humo de la boca; aquello era como estar en
un frigorífico.

—¿Damos una vuelta? —propuso Harry, con la intención de calentarse los
pies.

—Cuidado no vayas a atravesar a nadie —advirtió Ron, algo nervioso,
mientras empezaban a bordear la sala de baile. Pasaron por delante de un
grupo de monjas fúnebres, de una figura harapienta que arrastraba cadenas y
del Fraile Gordo, un alegre fantasma de Hufflepuff que hablaba con un
caballero que tenía clavada una flecha en la frente. Harry no se sorprendió de
que los demás fantasmas evitaran al Barón Sanguinario, un fantasma de
Slytherin, adusto, de mirada impertinente y que exhibía manchas de sangre
plateadas.

—Oh, no —dijo Hermione, parándose de repente—. Volvamos, volvamos,
no quiero hablar con Myrtle la Llorona.

—¿Con quién? —le preguntó Harry, retrocediendo rápidamente.

—Ronda siempre los lavabos de chicas del segundo piso —dijo Hermione.

—¿Los lavabos?

—Sí. No los hemos podido utilizar en todo el curso porque siempre le dan
tales llantinas que lo deja todo inundado. De todas maneras, nunca entro en
ellos si puedo evitarlo, es horroroso ir al servicio mientras la oyes llorar.

—¡Mira, comida! —dijo Ron.

Al otro lado de la mazmorra había una mesa larga, cubierta también con
terciopelo negro. Se acercaron con entusiasmo, pero ante la mesa se quedaron


inmóviles, horrorizados. El olor era muy desagradable. En unas preciosas
fuentes de plata había unos pescados grandes y podridos; los pasteles,
completamente quemados, se amontonaban en las bandejas; había un pastel
de vísceras con gusanos, un queso cubierto de un esponjoso moho verde y,
como plato estrella de la fiesta, un gran pastel gris en forma de lápida funeraria,
decorado con unas letras que parecían de alquitrán y que componían las
palabras:

Sir Nicholas de Mimsy-Porpington,

fallecido el 31 de octubre de 1492.

Harry contempló, asombrado, que un fantasma corpulento se acercaba y,
avanzando en cuclillas para ponerse a la altura de la comida, atravesaba la
mesa con la boca abierta para ensartar por ella un salmón hediondo.

—¿Le encuentras el sabor de esa manera? —le preguntó Harry.

—Casi —contestó con tristeza el fantasma, y se alejó sin rumbo.

—Supongo que lo habrán dejado pudrirse para que tenga más sabor —dijo
Hermione con aire de entendida, tapándose la nariz e inclinándose para ver
más de cerca el pastel de vísceras podrido.

—Vámonos, me dan náuseas —dijo Ron.

Pero apenas se habían dado la vuelta cuando un hombrecito surgió de
repente de debajo de la mesa y se detuvo frente a ellos, suspendido en el aire.

—Hola, Peeves —dijo Harry, con precaución.

A diferencia de los fantasmas que había alrededor, Peeves el poltergeist
no era ni gris ni transparente. Llevaba sombrero de fiesta de color naranja
brillante, pajarita giratoria y exhibía una gran sonrisa en su cara ancha y
malvada.

—¿Picáis? —invitó amablemente, ofreciéndoles un cuenco de cacahuetes
recubiertos de moho.

—No, gracias —dijo Hermione.

—Os he oído hablar de la pobre Myrtle —dijo Peeves, moviendo los ojos—.
No has sido muy amable con la pobre Myrtle. —Tomó aliento y gritó—: ¡EH!
¡MYRTLE!

—No, Peeves, no le digas lo que he dicho, le afectará mucho —susurró
Hermione, desesperada—. No quise decir eso, no me importa que ella... Eh,
hola, Myrtle.


Hasta ellos se había deslizado el fantasma de una chica rechoncha. Tenía
la cara más triste que Harry hubiera visto nunca, medio oculta por un pelo lacio
y basto y unas gruesas gafas de concha.

—¿Qué? —preguntó enfurruñada.

—¿Cómo estás, Myrtle? —dijo Hermione, fingiendo un tono animado—. Me

alegro de verte fuera de los lavabos.

Myrtle sollozó.

—Ahora mismo la señorita Granger estaba hablando de ti —dijo Peeves a

Myrtle al oído, maliciosamente.
—Sólo comentábamos..., comentábamos... lo guapa que estás esta noche

—dijo Hermione, mirando a Peeves.

Myrtle dirigió a Hermione una mirada recelosa.

—Te estás burlando de mí —dijo, y unas lágrimas plateadas asomaron

inmediatamente a sus ojos pequeños, detrás de las gafas.

—No, lo digo en serio... ¿Verdad que estaba comentando lo guapa que
está Myrtle esta noche? —dijo Hermione, dándoles fuertemente a Harry y Ron

con los codos en las costillas.

—Sí, sí.

—Claro.

—No me mintáis —dijo Myrtle entre sollozos, con las lágrimas cayéndole
por la cara, mientras Peeves, que estaba encima de su hombro, se reía entre
dientes—. ¿Creéis que no sé cómo me llama la gente a mis espaldas? ¡Myrtle
la gorda! ¡Myrtle la fea! ¡Myrtle la desgraciada, la llorona, la triste!

—Se te ha olvidado «la granos» —dijo Peeves al oído.

Myrtle la Llorona estalló en sollozos angustiados y salió de la mazmorra
corriendo. Peeves corrió detrás de ella, tirándole cacahuetes mohosos y

gritándole: «¡La granos! ¡La granos!»

—¡Dios mío! —dijo Hermione con tristeza.

Nick Casi Decapitado iba hacia ellos entre la multitud.

—¿Os lo estáis pasando bien?

—¡Sí! —mintieron.

—Ha venido bastante gente —dijo con orgullo Nick Casi Decapitado—. Mi
Desconsolada Viuda ha venido de Kent. Bueno, ya es casi la hora de mi
discurso, así que voy a avisar a la orquesta.


La orquesta, sin embargo, dejó de tocar en aquel mismo instante. Se había
oído un cuerno de caza y todos los que estaban en la mazmorra quedaron en
silencio, a la expectativa.

—Ya estamos —dijo Nick Casi Decapitado con cierta amargura.

A través de uno de los muros de la mazmorra penetraron una docena de
caballos fantasma, montados por sendos jinetes sin cabeza. Los asistentes
aplaudieron con fuerza; Harry también empezó a aplaudir, pero se detuvo al ver
la cara fúnebre de Nick.

Los caballos galoparon hasta el centro de la sala de baile y se detuvieron
encabritándose; un fantasma grande que iba delante, y que llevaba bajo el
brazo su cabeza barbada y soplaba el cuerno, descabalgó de un brinco,
levantó la cabeza en el aire para poder mirar por encima de la multitud, con lo
que todos se rieron, y se acercó con paso decidido a Nick Casi Decapitado,
ajustándose la cabeza en el cuello.

—¡Nick! —dijo con voz ronca—, ¿cómo estás? ¿Todavía te cuelga la
cabeza?

Rompió en una sonora carcajada y dio a Nick Casi Decapitado unas
palmadas en el hombro.

—Bienvenido, Patrick —dijo Nick con frialdad.

—¡Vivos! —dijo sir Patrick, al ver a Harry, Ron y Hermione. Dio un salto
tremendo pero fingido de sorpresa y la cabeza volvió a caérsele.

La gente se rió otra vez.

—Muy divertido —dijo Nick Casi Decapitado con voz apagada.

—¡No os preocupéis por Nick! —gritó desde el suelo la cabeza de sir
Patrick—. ¡Aunque se enfade, no le dejaremos entrar en el club! Pero quiero
decir..., mirad el amigo...

—Creo —dijo Harry a toda prisa, en respuesta a una mirada elocuente de
Nick— que Nick es terrorífico y esto..., mmm...

—¡Ja! —gritó la cabeza de sir Patrick—, apuesto a que Nick te pidió que
dijeras eso.

—¡Si me conceden su atención, ha llegado el momento de mi discurso! —
dijo en voz alta Nick Casi Decapitado, caminando hacia el estrado con paso
decidido y colocándose bajo un foco de luz de un azul glacial.

»Mis difuntos y afligidos señores y señoras, es para mí una gran tristeza...

Pero nadie le prestaba atención. Sir Patrick y el resto del Club de
Cazadores Sin Cabeza acababan de comenzar un juego de Cabeza Hockey y
la gente se agolpaba para mirar. Nick Casi Decapitado trató en vano de


recuperar la atención, pero desistió cuando la cabeza de sir Patrick le pasó al
lado entre vítores.

Harry sentía mucho frío, y no digamos hambre.

—No aguanto más —dijo Ron, con los dientes castañeteando, cuando la
orquesta volvió a tocar y los fantasmas volvieron al baile.

—Vámonos —dijo Harry.

Fueron hacia la puerta, sonriendo e inclinando la cabeza a todo el que los
miraba, y un minuto más tarde subían a toda prisa por el pasadizo lleno de
velas negras.

Quizás aún quede pudín —dijo Ron con esperanza, abriendo el camino
hacia la escalera del vestíbulo.

Y entonces Harry lo oyó.

—... Desgarrar... Despedazar... Matar...

Fue la misma voz, la misma voz fría, asesina, que había oído en el
despacho de Lockhart.

Trastabilló al detenerse, y tuvo que sujetarse al muro de piedra. Escuchó lo
más atentamente que pudo, al tiempo que miraba con los ojos entornados a

ambos lados del pasadizo pobremente iluminado.

—Harry, ¿qué...?

—Es de nuevo esa voz... Callad un momento...

—... deseado... durante tanto tiempo...

—¡Escuchad! —dijo Harry, y Ron y Hermione se quedaron inmóviles,

mirándole.

—... matar... Es la hora de matar...

La voz se fue apagando. Harry estaba seguro de que se alejaba... hacia
arriba. Al mirar al oscuro techo, se apoderó de él una mezcla de miedo y
emoción. ¿Cómo podía irse hacia arriba? ¿Se trataba de un fantasma, para
quien no era obstáculo un techo de piedra?

—¡Por aquí! —gritó, y se puso a correr escaleras arriba hasta el vestíbulo.
Allí era imposible oír nada, debido al ruido de la fiesta de Halloween que tenía
lugar en el Gran Comedor. Harry apretó el paso para alcanzar rápidamente el
primer piso. Ron y Hermione lo seguían.

—Harry, ¿qué estamos...?

—¡Chssst!


Harry aguzó el oído. En la distancia, proveniente del piso superior, y cada
vez más débil, oyó de nuevo la voz:... huelo sangre... ¡HUELO SANGRE!

El corazón le dio un vuelco.

—¡Va a matar a alguien! —gritó, y sin hacer caso de las caras
desconcertadas de Ron y Hermione, subió el siguiente tramo saltando los
escalones de tres en tres, intentando oír a pesar del ruido de sus propios
pasos.

Harry recorrió a toda velocidad el segundo piso, y Ron y Hermione lo
seguían jadeando. No pararon hasta que doblaron la esquina del último
corredor, también desierto.

—Harry, ¿qué pasaba? —le preguntó Ron, secándose el sudor de la cara.
Yo no oí nada...

Pero Hermione dio de repente un grito ahogado, y señaló al corredor.

—¡Mirad!

Delante de ellos, algo brillaba en el muro. Se aproximaron, despacio,
intentando ver en la oscuridad con los ojos entornados. En el espacio entre dos
ventanas, brillando a la luz que arrojaban las antorchas, había en el muro unas
palabras pintadas de más de un palmo de altura.

LA CAMARA DE LOS SECRETOS HA SIDO ABIERTA.

TEMED, ENEMIGOS DEL HEREDERO.

—¿Qué es lo que cuelga ahí debajo? —preguntó Ron, con un leve temblor
en la voz.

Al acercarse más, Harry casi resbala por un gran charco de agua que
había en el suelo. Ron y Hermione lo sostuvieron, y juntos se acercaron
despacio a la inscripción, con los ojos fijos en la sombra negra que se veía
debajo. Los tres comprendieron a la vez lo que era, y dieron un brinco hacia
atrás.

La Señora Norris, la gata del conserje, estaba colgada por la cola en una
argolla de las que se usaban para sujetar antorchas. Estaba rígida como una
tabla, con los ojos abiertos y fijos.

Durante unos segundos, no se movieron. Luego dijo Ron:

—Vámonos de aquí.

—No deberíamos intentar... —comenzó a decir Harry, sin encontrar las


palabras.

—Hacedme caso —dijo Ron—; mejor que no nos encuentren aquí.

Pero era demasiado tarde. Un ruido, como un trueno distante, indicó que la
fiesta acababa de terminar. De cada extremo del corredor en que se
encontraban, llegaba el sonido de cientos de pies que subían las escaleras y la
charla sonora y alegre de gente que había comido bien. Un momento después,
los estudiantes irrumpían en el corredor por ambos lados.

La charla, el bullicio y el ruido se apagaron de repente cuando vieron la
gata colgada. Harry, Ron y Hermione estaban solos, en medio del corredor,
cuando se hizo el silencio entre la masa de estudiantes, que presionaban hacia
delante para ver el truculento espectáculo.

Luego, alguien gritó en medio del silencio:

—¡Temed, enemigos del heredero! ¡Los próximos seréis los sangre sucia!

Era Draco Malfoy, que había avanzado hasta la primera fila. Tenía una
expresión alegre en los ojos, y la cara, habitualmente pálida, se le enrojeció al
sonreír ante el espectáculo de la gata que colgaba inmóvil.

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