martes, 29 de agosto de 2017

Capitulo 6. Gilderoy Lockhart

Al día siguiente, sin embargo, Harry apenas sonrió ni una vez. Las cosas
fueron de mal en peor desde el desayuno en el Gran Salón. Bajo el techo
encantado, que aquel día estaba de un triste color gris, las cuatro grandes
mesas correspondientes a las cuatro casas estaban repletas de soperas con
gachas de avena, fuentes de arenques ahumados, montones de tostadas y
platos con huevos y beicon. Harry y Ron se sentaron en la mesa de Gryffindor
junto a Hermione, que tenía su ejemplar de Viajes con los vampiros abierto y
apoyado contra una taza de leche. La frialdad con que ella dijo «buenos días»,
hizo pensar a Harry que todavía les reprochaba la manera en que habían
llegado al colegio. Neville Longbottom, por el contrario, les saludó alegremente.
Neville era un muchacho de cara redonda, propenso a los accidentes, y era la
persona con peor memoria de entre todas las que Harry había conocido nunca.

—El correo llegará en cualquier momento —comentó Neville—; supongo
que mi abuela me enviará las cosas que me he olvidado.

Efectivamente, Harry acababa de empezar sus gachas de avena cuando
un centenar de lechuzas penetraron con gran estrépito en la sala, volando
sobre sus cabezas, dando vueltas por la estancia y dejando caer cartas y
paquetes sobre la alborotada multitud. Un gran paquete de forma irregular
rebotó en la cabeza de Neville, y un segundo después, una cosa gris cayó
sobre la taza de Hermione, salpicándolos a todos de leche y plumas.

—¡Errol! —dijo Ron, sacando por las patas a la empapada lechuza. Errol
se desplomó, sin sentido, sobre la mesa, con las patas hacia arriba y un sobre
rojo y mojado en el pico.

»¡No. ..! —exclamó Ron.

—No te preocupes, no está muerto —dijo Hermione, tocando a Errol con la


punta del dedo.

—No es por eso... sino por esto.

Ron señalaba el sobre rojo. A Harry no le parecía que tuviera nada de
particular, pero Ron y Neville lo miraban como si pudiera estallar en cualquier
momento.

—¿Qué pasa? —preguntó Harry.

—Me han enviado un howler —dijo Ron con un hilo de voz.

—Será mejor que lo abras, Ron —dijo Neville, en un tímido susurro—. Si
no lo hicieras, sería peor. Mi abuela una vez me envió uno, pero no lo abrí y...
—tragó saliva— fue horrible.

Harry contempló los rostros aterrorizados y luego el sobre rojo.

—¿Qué es un howler? —dijo.

Pero Ron fijaba toda su atención en la carta, que había empezado a
humear por las esquinas.

—Ábrela —urgió Neville—. Será cuestión de unos minutos.

Ron alargó una mano temblorosa, le quitó a Errol el sobre del pico con
mucho cuidado y lo abrió. Neville se tapó los oídos con los dedos. Harry no
comprendió por qué lo había hecho hasta una fracción de segundo después.
Por un momento, creyó que el sobre había estallado; en el salón se oyó un
bramido tan potente que desprendió polvo del techo.

—... ROBAR EL COCHE, NO ME HABRÍA EXTRAÑADO QUE TE
EXPULSARAN; ESPERA A QUE TE COJA, SUPONGO QUE NO TE HAS
PARADO A PENSAR LO QUE SUFRIMOS TU PADRE Y YO CUANDO VIMOS
QUE EL COCHE NO ESTABA...

Los gritos de la señora Weasley, cien veces más fuertes de lo normal,
hacían tintinear los platos y las cucharas en la mesa y reverberaban en los
muros de piedra de manera ensordecedora. En el salón, la gente se volvía
hacia todos los lados para ver quién era el que había recibido el howler, y Ron
se encogió tanto en el asiento que sólo se le podía ver la frente colorada.

—... ESTA NOCHE LA CARTA DE DUMBLEDORE, CREÍ QUE TU PADRE
SE MORÍA DE LA VERGUENZA, NO TE HEMOS CRIADO PARA QUE TECOMPORTES ASÍ, HARRY Y TÚ PODRÍAIS HABEROS MATADO...

Harry se había estado preguntando cuándo aparecería su nombre. Trataba
de hacer como que no oía la voz que le estaba perforando los tímpanos.

—... COMPLETAMENTE DISGUSTADO, EN EL TRABAJO DE TU PADRE
ESTÁN HACIENDO INDAGACIONES, TODO POR CULPA TUYA, Y SI
VUELVES A HACER OTRA, POR PEQUEÑA QUE SEA, TE SACAREMOS


DEL COLEGIO.

Se hizo un silencio en el que resonaban aún las palabras de la carta. El
sobre rojo, que había caído al suelo, ardió y se convirtió en cenizas. Harry y
Ron se quedaron aturdidos, como si un maremoto les hubiera pasado por
encima. Algunos se rieron y, poco a poco, el habitual alboroto retornó al salón.

Hermione cerró el libro Viajes con los vampiros y miró a Ron, que seguía
encogido.

—Bueno, no sé lo que esperabas, Ron, pero tú...

—No me digas que me lo merezco —atajó Ron.

Harry apartó su plato de gachas. El sentimiento de culpabilidad le revolvía
las tripas. El señor Weasley tendría que afrontar una investigación en su
trabajo. Después de todo lo que los padres de Ron habían hecho por él durante
el verano...

Pero Harry no tuvo demasiado tiempo para pensar en aquello, porque la
profesora McGonagall recorría la mesa de Gryffindor entregando los horarios.
Harry cogió el suyo y vio que tenían en primer lugar dos horas de Herbología
con los de la casa de Hufflepuff.

Harry, Ron y Hermione abandonaron juntos el castillo, cruzaron la huerta
por el camino y se dirigieron a los invernaderos donde crecían las plantas
mágicas. El howler había tenido al menos un efecto positivo: parecía que
Hermione consideraba que ellos ya habían tenido suficiente castigo y volvía a
mostrarse amable.

Al dirigirse a los invernaderos, vieron al resto de la clase congregada en la
puerta, esperando a la profesora Sprout. Harry, Ron y Hermione acababan de
llegar cuando la vieron acercarse con paso decidido a través de la explanada,
acompañada por Gilderoy Lockhart. La profesora Sprout llevaba un montón de
vendas en los brazos, y sintiendo otra punzada de remordimiento, Harry vio a lo
lejos que el sauce boxeador tenía varias de sus ramas en cabestrillo.

La profesora Sprout era una bruja pequeña y rechoncha que llevaba un
sombrero remendado sobre la cabellera suelta. Generalmente, sus ropas
siempre estaban manchadas de tierra, y si tía Petunia hubiera visto cómo
llevaba las uñas, se habría desmayado. Gilderoy Lockhart, sin embargo, iba
inmaculado con su túnica amplia color turquesa y su pelo dorado que brillaba
bajo un sombrero igualmente turquesa con ribetes de oro, perfectamente
colocado.

—¡Hola, qué hay! —saludó Lockhart, sonriendo al grupo de estudiantes—.
Estaba explicando a la profesora Sprout la manera en que hay que curar a un
sauce boxeador. ¡Pero no quiero que penséis que sé más que ella de botánica!
Lo que pasa es que en mis viajes me he encontrado varias de estas especies
exóticas y...

—¡Hoy iremos al Invernadero 3, muchachos! —dijo la profesora Sprout,


que parecía claramente disgustada, lo cual no concordaba en absoluto con el
buen humor habitual en ella.

Se oyeron murmullos de interés. Hasta entonces, sólo habían trabajado en
el Invernadero 1. En el Invernadero 3 había plantas mucho más interesantes y
peligrosas. La profesora Sprout cogió una llave grande que llevaba en el cinto y
abrió con ella la puerta. A Harry le llegó el olor de la tierra húmeda y el abono
mezclados con el perfume intenso de unas flores gigantes, del tamaño de un
paraguas, que colgaban del techo. Se disponía a entrar detrás de Ron y Her-
mione cuando Lockhart lo detuvo sacando la mano rapidísimamente.

—¡Harry! Quería hablar contigo... Profesora Sprout, no le importa si
retengo a Harry un par de minutos, ¿verdad?

A juzgar por la cara que puso la profesora Sprout, sí le importaba, pero
Lockhart añadió:

—Sólo un momento —y le cerró la puerta del invernadero en las narices.

—Harry —dijo Lockhart. Sus grandes dientes blancos brillaban al sol
cuando movía la cabeza—. Harry, Harry, Harry.

Harry no dijo nada. Estaba completamente perplejo. No tenía ni idea de
qué se trataba. Estaba a punto de decírselo, cuando Lockhart prosiguió:

—Nunca nada me había impresionado tanto como esto, ¡llegar a Hogwarts
volando en un coche! Claro que enseguida supe por qué lo habías hecho. Se
veía a la legua. Harry, Harry, Harry.

Era increíble cómo se las arreglaba para enseñar todos los dientes incluso
cuando no estaba hablando.

—Te metí el gusanillo de la publicidad, ¿eh? —dijo Lockhart—. Le has
encontrado el gusto. Te viste compartiendo conmigo la primera página del
periódico y no pudiste resistir salir de nuevo.

—No, profesor, verá...

—Harry, Harry, Harry —dijo Lockhart, cogiéndole por el hombro—. Lo
comprendo. Es natural querer probar un poco más una vez que uno le ha
cogido el gusto. Y me avergüenzo de mí mismo por habértelo hecho probar,
porque es lógico que se te subiera a la cabeza. Pero mira, muchacho, no
puedes ir volando en coche para convertirte en noticia. Tienes que tomártelo
con calma, ¿de acuerdo? Ya tendrás tiempo para estas cosas cuando seas
mayor. Sí, sí, ya sé lo que estás pensando: «¡Es muy fácil para él, siendo ya un
mago de fama internacional!» Pero cuando yo tenía doce años, era tan poco
importante como tú ahora. ¡De hecho, creo que era menos importante! Quiero
decir que hay gente que ha oído hablar de ti, ¿no?, por todo ese asunto con El-
que-no-debe-ser-nombrado. —Contempló la cicatriz en forma de rayo que
Harry tenía en la frente—. Lo sé, lo sé, no es tanto como ganar cinco veces seguidas
el Premio a la Sonrisa más Encantadora, concedido por la revista
Corazón de bruja, como he hecho yo, pero por algo hay que empezar.


Le guiñó un ojo a Harry y se alejó con paso seguro. Harry se quedó atónito
durante unos instantes, y luego, recordando que tenía que estar ya en el
invernadero, abrió la puerta y entró.

La profesora Sprout estaba en el centro del invernadero, detrás de una
mesa montada sobre caballetes. Sobre la mesa había unas veinte orejeras.
Cuando Harry ocupó su sitio entre Ron y Hermione, la profesora dijo:

—Hoy nos vamos a dedicar a replantar mandrágoras. Veamos, ¿quién me
puede decir qué propiedades tiene la mandrágora?

Sin que nadie se sorprendiera, Hermione fue la primera en alzar la mano.

—La mandrágora, o mandrágula, es un reconstituyente muy eficaz —dijo
Hermione en un tono que daba la impresión, como de costumbre, de que se
había tragado el libro de texto—. Se utiliza para volver a su estado original a la
gente que ha sido transformada o encantada.

—Excelente, diez puntos para Gryffindor —dijo la profesora Sprout—. La
mandrágora es un ingrediente esencial en muchos antídotos. Pero, sin
embargo, también es peligrosa. ¿Quién me puede decir por qué?

Al levantar de nuevo velozmente la mano, Hermione casi se lleva por
delante las gafas de Harry.

—El llanto de la mandrágora es fatal para quien lo oye —dijo Hermione
instantáneamente.

—Exacto. Otros diez puntos —dijo la profesora Sprout—. Bueno, las
mandrágoras que tenemos aquí son todavía muy jóvenes.

Mientras hablaba, señalaba una fila de bandejas hondas, y todos se
echaron hacia delante para ver mejor. Un centenar de pequeñas plantas con
sus hojas de color verde violáceo crecían en fila. A Harry, que no tenía ni idea
de lo que Hermione había querido decir con lo de «el llanto de la mandrágora»,
le parecían completamente vulgares.

—Poneos unas orejeras cada uno —dijo la profesora Sprout.

Hubo un forcejeo porque todos querían coger las únicas que no eran ni de
peluche ni de color rosa.

—Cuando os diga que os las pongáis, aseguraos de que vuestros oídos
quedan completamente tapados —dijo la profesora Sprout—. Cuando os las
podáis quitar, levantaré el pulgar. De acuerdo, poneos las orejeras.

Harry se las puso rápidamente. Insonorizaban completamente los oídos. La
profesora Sprout se puso unas de color rosa, se remangó, cogió firmemente
una de las plantas y tiró de ella con fuerza.

Harry dejó escapar un grito de sorpresa que nadie pudo oír.


En lugar de raíces, surgió de la tierra un niño recién nacido, pequeño, lleno
de barro y extremadamente feo. Las hojas le salían directamente de la cabeza.
Tenía la piel de un color verde claro con manchas, y se veía que estaba
llorando con toda la fuerza de sus pulmones.

La profesora Sprout cogió una maceta grande de debajo de la mesa, metió
dentro la mandrágora y la cubrió con una tierra abonada, negra y húmeda,
hasta que sólo quedaron visibles las hojas. La profesora Sprout se sacudió las
manos, levantó el pulgar y se quitó ella también las orejeras.

—Como nuestras mandrágoras son sólo plantones pequeños, sus llantos
todavía no son mortales —dijo ella con toda tranquilidad, como silo que
acababa de hacer no fuera más impresionante que regar una begonia—. Sin
embargo, os dejarían inconscientes durante varias horas, y como estoy segura
de que ninguno de vosotros quiere perderse su primer día de clase, aseguraos
de que os ponéis bien las orejeras para hacer el trabajo. Ya os avisaré cuando
sea hora de recoger.

»Cuatro por bandeja. Hay suficientes macetas aquí. La tierra abonada está
en aquellos sacos. Y tened mucho cuidado con las Tentacula Venenosa,
porque les están saliendo los dientes.

Mientras hablaba, dio un fuerte manotazo a una planta roja con espinas,
haciéndole que retirara los largos tentáculos que se habían acercado a su
hombro muy disimulada y lentamente.

Harry, Ron y Hermione compartieron su bandeja con un muchacho de
Hufflepuff que Harry conocía de vista, pero con quien no había hablado nunca.

—Justin Finch-Fletchley —dijo alegremente, dándole la mano a Harry—.
Claro que sé quién eres, el famoso Harry Potter. Y tú eres Hermione Granger,
siempre la primera en todo. —Hermione sonrió al estrecharle la mano—. Y Ron
Weasley. ¿No era tuyo el coche volador?

Ron no sonrió. Obviamente, todavía se acordaba del howler.

—Ese Lockhart es famoso, ¿verdad? —dijo contento Justin, cuando
empezaban a llenar sus macetas con estiércol de dragón—. ¡Qué tío más
valiente! ¿Habéis leído sus libros? Yo me habría muerto de miedo si un hombre
lobo me hubiera acorralado en una cabina de teléfonos, pero él se mantuvo
sereno y ¡zas! Formidable.

»Me habían reservado plaza en Eton, pero estoy muy contento de haber
venido aquí. Naturalmente, mi madre estaba algo disgustada, pero desde que
le hice leer los libros de Lockhart, empezó a comprender lo útil que puede
resultar tener en la familia a un mago bien instruido...

Después ya no tuvieron muchas posibilidades de charlar. Se habían vuelto
a poner las orejeras y tenían que concentrarse en las mandrágoras. Para la
profesora Sprout había resultado muy fácil, pero en realidad no lo era. A las
mandrágoras no les gustaba salir de la tierra, pero tampoco parecía que
quisieran volver a ella. Se retorcían, pataleaban, sacudían sus pequeños puños


y rechinaban los dientes. Harry se pasó diez minutos largos intentando meter
una algo más grande en la maceta.

Al final de la clase, Harry, al igual que los demás, estaba empapado en
sudor, le dolían varias partes del cuerpo y estaba lleno de tierra. Volvieron al
castillo para lavarse un poco, y los de Gryffindor marcharon corriendo a la clase
de Transformaciones.

Las clases de la profesora McGonagall eran siempre muy duras, pero
aquel primer día resultó especialmente difícil. Todo lo que Harry había
aprendido el año anterior parecía habérsele ido de la cabeza durante el verano.
Tenía que convertir un escarabajo en un botón, pero lo único que conseguía
era cansar al escarabajo, porque cada vez que éste esquivaba la varita mágica,
se le caía del pupitre.

A Ron aún le iba peor. Había recompuesto su varita con un poco de celo
que le habían dado, pero parecía que la reparación no había sido suficiente.
Crujía y echaba chispas en los momentos más raros, y cada vez que Ron
intentaba transformar su escarabajo, quedaba envuelto en un espeso humo
gris que olía a huevos podridos. Incapaz de ver lo que hacía, aplastó el
escarabajo con el codo sin querer y tuvo que pedir otro. A la profesora
McGonagall no le hizo mucha gracia.

Harry se sintió aliviado al oír la campana de la comida. Sentía el cerebro
como una esponja escurrida. Todos salieron ordenadamente de la clase salvo
él y Ron, que todavía estaba dando golpes furiosos en el pupitre con la varita.

—¡Chisme inútil, que no sirves para nada!

—Pídeles otra a tus padres —sugirió Harry cuando la varita produjo una
descarga de disparos, como si fuera una traca.

—Ya, y recibiré como respuesta otro howler —dijo Ron, metiendo en la
bolsa la varita, que en aquel momento estaba silbando— que diga: «Es culpa
tuya que se te haya partido la varita.»

Bajaron a comer, pero el humor de Ron no mejoró cuando Hermione le
enseñó el puñado de botones que había conseguido en la clase de
Transformaciones.

—¿Qué hay esta tarde? —dijo Harry, cambiando de tema rápidamente.

—Defensa Contra las Artes Oscuras —dijo Hermione en el acto.

—¿Por qué —preguntó Ron, cogiéndole el horario— has rodeado todas las
clases de Lockhart con corazoncitos?

Hermione le quitó el horario. Se había puesto roja.

Terminaron de comer y salieron al patio. Estaba nublado. Hermione se
sentó en un peldaño de piedra y volvió a hundir las narices en Viajes con los
vampiros. Harry y Ron se pusieron a hablar de quidditch, y pasaron varios


minutos antes de que Harry se diera cuenta de que alguien lo vigilaba
estrechamente. Al levantar la vista, vio al muchacho pequeño de pelo castaño
que la noche anterior se había puesto el sombrero seleccionador. Lo miraba
como paralizado. Tenía en las manos lo que parecía una cámara de fotos
muggle normal y corriente, y cuando Harry miró hacia él, se ruborizó en
extremo.

—¿Me dejas, Harry? Soy... soy Colin Creevey —dijo entrecortadamente,
dando un indeciso paso hacia delante—. Estoy en Gryffindor también.
¿Podría..., me dejas... que te haga una foto? —dijo, levantando la cámara
esperanzado.

—¿Una foto? —repitió Harry sin comprender.

—Con ella podré demostrar que te he visto —dijo Colin Creevey con
impaciencia, acercándose un poco más, como si no se atreviera—. Lo sé todo
sobre ti. Todos me lo han contado: cómo sobreviviste cuando Quien-tú-sabes
intentó matarte y cómo desapareció él, y toda esa historia, y que conservas en
la frente la cicatriz en forma de rayo (con los ojos recorrió la línea del pelo de
Harry). Y me ha dicho un compañero del dormitorio que si revelo el negativo en
la poción adecuada, la foto saldrá con movimiento. —Colin exhaló un soplido
de emoción y continuó—: Esto es estupendo, ¿verdad? Yo no tenía ni idea de
que las cosas raras que hacía eran magia, hasta que recibí la carta de
Hogwarts. Mi padre es lechero y tampoco podía creérselo. Así que me dedico a
tomar montones de fotos para enviárselas a casa. Y sería estupendo hacerte
una. —Miró a Harry casi rogándole—. Tal vez tu amigo querría sacárnosla para
que pudiera salir yo a tu lado. ¿Y me la podrías firmar luego?

—¿Firmar fotos? ¿Te dedicas a firmar fotos, Potter?

En todo el patio resonó la voz potente y cáustica de Draco Malfoy. Se
había puesto detrás de Colin, flanqueado, como siempre en Hogwarts, por
Crabbe y Goyle, sus amigotes.

—¡Todo el mundo a la cola! —gritó Malfoy a la multitud—. ¡Harry Potter
firma fotos!

—No es verdad —dijo Harry de mal humor, apretando los puños—.
¡Cállate, Malfoy!

—Lo que pasa es que le tienes envidia —dijo Colin, cuyo cuerpo entero no
era más grueso que el cuello de Crabbe.

—¿Envidia? —dijo Malfoy, que ya no necesitaba seguir gritando, porque la
mitad del patio lo escuchaba—. ¿De qué? ¿De tener una asquerosa cicatriz en
la frente? No, gracias. ¿Desde cuándo uno es más importante por tener la cabeza
rajada por una cicatriz?

Crabbe y Goyle se estaban riendo con una risita idiota.

—Échate al retrete y tira de la cadena, Malfoy —dijo Ron con cara de
malas pulgas. Crabbe dejó de reír y empezó a restregarse de manera


amenazadora los nudillos, que eran del tamaño de castañas.

—Weasley, ten cuidado —dijo Malfoy con un aire despectivo—. No te
metas en problemas o vendrá tu mamá y te sacará del colegio. —Luego imitó
un tono de voz chillón y amenazante—. «Si vuelves a hacer otra...»

Varios alumnos de quinto curso de la casa de Slytherin que había por allí
cerca rieron la gracia a carcajadas.

—A Weasley le gustaría que le firmaras una foto, Potter —sonrió Malfoy—.
Pronto valdrá más que la casa entera de su familia.

Ron sacó su varita reparada con celo, pero Hermione cerró Viajes con los
vampiros de un golpe y susurró:

—¡Cuidado!

—¿Qué pasa aquí? ¿Qué es lo que pasa aquí? —Gilderoy Lockhart
caminaba hacia ellos a grandes zancadas, y la túnica color turquesa se le
arremolinaba por detrás—. ¿Quién firma fotos?

Harry quería hablar, pero Lockhart lo interrumpió pasándole un brazo por
los hombros y diciéndole en voz alta y tono jovial:

—¡No sé por qué lo he preguntado! ¡Volvemos a las andadas, Harry!

Sujeto por Lockhart y muerto de vergüenza, Harry vio que Malfoy se
mezclaba sonriente con la multitud.

—Vamos, señor Creevey —dijo Lockhart, sonriendo a Colin—. Una foto de
los dos será mucho mejor. Y te la firmaremos los dos.

Colin buscó la cámara a tientas y sacó la foto al mismo tiempo que la
campana señalaba el inicio de las clases de la tarde.

—¡Adentro todos, venga, por ahí! —gritó Lockhart a los alumnos, y se
dirigió al castillo llevando de los hombros a Harry, que hubiera deseado
disponer de un buen conjuro para desaparecer.

»Quisiera darte un consejo, Harry —le dijo Lockhart paternalmente al
entrar en el edificio por una puerta lateral—. Te he ayudado a pasar
desapercibido con el joven Creevey, porque si me fotografiaba también a mí,
tus compañeros no pensarían que te querías dar tanta importancia.

Sin hacer caso a las protestas de Harry, Lockhart lo llevó por un pasillo
lleno de estudiantes que los miraban, y luego subieron por una escalera.

—Déjame que te diga que repartir fotos firmadas en este estadio de tu
carrera puede que no sea muy sensato. Para serte franco, Harry, parece un
poco engreído. Bien puede llegar el día en que necesites llevar un montón de
fotos a mano adondequiera que vayas, como me ocurre a mí, pero —rió— no
creo que hayas llegado ya a ese punto.


Habían alcanzado el aula de Lockhart y éste dejó libre por fin a Harry, que
se arregló la túnica y buscó un asiento al final del aula, donde se parapetó
detrás de los siete libros de Lockhart, de forma que se evitaba la contemplación
del Lockhart de carne y hueso.

El resto de la clase entró en el aula ruidosamente, y Ron y Hermione se
sentaron a ambos lados de Harry.

—Se podía freír un huevo en tu cara —dijo Ron—. Más te vale que
Creevey y Ginny no se conozcan, porque fundarían el club de fans de Harry
Potter.

—Cállate —le interrumpió Harry. Lo único que le faltaba es que a oídos de
Lockhart llegaran las palabras «club de fans de Harry Potter».

Cuando todos estuvieron sentados, Lockhart se aclaró sonoramente la
garganta y se hizo el silencio. Se acercó a Neville Longbottom, cogió el
ejemplar de Recorridos con los trols y lo levantó para enseñar la portada, con
su propia fotografía que guiñaba un ojo.

—Yo —dijo, señalando la foto y guiñando el ojo él también— soy Gilderoy
Lockhart, Caballero de la Orden de Merlín, de tercera clase, Miembro Honorario
de la Liga para la Defensa Contra las Fuerzas Oscuras, y ganador en cinco
ocasiones del Premio a la Sonrisa más Encantadora, otorgado por la revista
Corazón de bruja, pero no quiero hablar de eso. ¡No fue con mi sonrisa con lo
que me libré de la banshee que presagiaba la muerte!

Esperó que se rieran todos, pero sólo hubo alguna sonrisa.

—Veo que todos habéis comprado mis obras completas; bien hecho. He
pensado que podíamos comenzar hoy con un pequeño cuestionario. No os
preocupéis, sólo es para comprobar si los habéis leído bien, cuánto habéis
asimilado...

Cuando terminó de repartir los folios con el cuestionario, volvió a la
cabecera de la clase y dijo:

—Disponéis de treinta minutos. Podéis comenzar... ¡ya! Harry miró el papel
y leyó:

1. ¿Cuál es el color favorito de Gilderoy Lockhart?
2. ¿Cuál es la ambición secreta de Gilderoy Lockhart?
3. ¿ Cuál es, en tu opinión, el mayor logro hasta la fecha de Gilderoy
Lockhart?
Así seguía y seguía, a lo largo de tres páginas, hasta:


54. ¿Qué día es el cumpleaños de Gilderoy Lockhart, y cuál sería su
regalo ideal?
Media hora después, Lockhart recogió los folios y los hojeó delante de la
clase.

—Vaya, vaya. Muy pocos recordáis que mi color favorito es el lila. Lo digo
en Un año con el Yeti. Y algunos tenéis que volver a leer con mayor
detenimiento Paseos con los hombres lobo. En el capítulo doce afirmo con
claridad que mi regalo de cumpleaños ideal sería la armonía entre las comunidades
mágica y no mágica. ¡Aunque tampoco le haría ascos a una botella
mágnum de whisky envejecido de Ogden!

Volvió a guiñarles un ojo pícaramente. Ron miraba a Lockhart con una
expresión de incredulidad en el rostro; Seamus Finnigan y Dean Thomas, que
se sentaban delante, se convulsionaban en una risa silenciosa. Hermione, por
el contrario, escuchaba a Lockhart con embelesada atención y dio un respingo
cuando éste mencionó su nombre.

—... pero la señorita Hermione Granger sí conoce mi ambición secreta, que
es librar al mundo del mal y comercializar mi propia gama de productos para el
cuidado del cabello, ¡buena chica! De hecho —dio la vuelta al papel—, ¡está
perfecto! ¿Dónde está la señorita Hermione Granger?

Hermione alzó una mano temblorosa.

—¡Excelente! —dijo Lockhart con una sonrisa—, ¡excelente! ¡Diez puntos
para Gryffindor! Y en cuanto a...

De debajo de la mesa sacó una jaula grande, cubierta por una funda, y la
puso encima de la mesa, para que todos la vieran.

—Ahora, ¡cuidado! Es mi misión dotaros de defensas contra las más
horrendas criaturas del mundo mágico. Puede que en esta misma aula os
tengáis que encarar a las cosas que más teméis. Pero sabed que no os
ocurrirá nada malo mientras yo esté aquí. Todo lo que os pido es que conservéis
la calma.

En contra de lo que se había propuesto, Harry asomó la cabeza por detrás
del montón de libros para ver mejor la jaula. Lockhart puso una mano sobre la
funda. Dean y Seamus habían dejado de reír. Neville se encogía en su asiento
de la primera fila.

—Tengo que pediros que no gritéis —dijo Lockhart en voz baja—. Podrían
enfurecerse.

Cuando toda la clase estaba con el corazón en un puño, Lockhart levantó
la funda.


—Sí —dijo con entonación teatral—, duendecillos de Cornualles recién
cogidos.

Seamus Finnigan no pudo controlarse y soltó una carcajada que ni siquiera
Lockhart pudo interpretar como un grito de terror.

—¿Sí? —Lockhart sonrió a Seamus.

—Bueno, es que no son... muy peligrosos, ¿verdad? —se explicó Seamus
con dificultad.

—¡No estés tan seguro! —dijo Lockhart, apuntando a Seamus con un dedo
acusador—. ¡Pueden ser unos seres endemoniadamente engañosos!

Los duendecillos eran de color azul eléctrico y medían unos veinte
centímetros de altura, con rostros afilados y voces tan agudas y estridentes que
era como oír a un montón de periquitos discutiendo. En el instante en que
había levantado la funda, se habían puesto a parlotear y a moverse como
locos, golpeando los barrotes para meter ruido y haciendo muecas a los que
tenían más cerca.

—Está bien —dijo Lockhart en voz alta—. ¡Veamos qué hacéis con ellos!
—Y abrió la jaula.

Se armó un pandemónium. Los duendecillos salieron disparados como
cohetes en todas direcciones. Dos cogieron a Neville por las orejas y lo alzaron
en el aire. Algunos salieron volando y atravesaron las ventanas, llenando de
cristales rotos a los de la fila de atrás. El resto se dedicó a destruir la clase más
rápidamente que un rinoceronte en estampida. Cogían los tinteros y rociaban
de tinta la clase, hacían trizas los libros y los folios, rasgaban los carteles de las
paredes, le daban vuelta a la papelera y cogían bolsas y libros y los arrojaban
por las ventanas rotas. Al cabo de unos minutos, la mitad de la clase se había
refugiado debajo de los pupitres y Neville se balanceaba colgando de la
lámpara del techo.

—Vamos ya, rodeadlos, rodeadlos, sólo son duendecillos... —gritaba
Lockhart.

Se remangó, blandió su varita mágica y gritó:

—¡Peskipiski Pestenomi!

No sirvió absolutamente de nada; uno de los duendecillos le arrebató la
varita y la tiró por la ventana. Lockhart tragó saliva y se escondió debajo de su
mesa, a tiempo de evitar ser aplastado por Neville, que cayó al suelo un segundo
más tarde, al ceder la lámpara.

Sonó la campana y todos corrieron hacia la salida. En la calma relativa que
siguió, Lockhart se irguió, vio a Harry, Ron y Hermione y les dijo:

—Bueno, vosotros tres meteréis en la jaula los que quedan. —Salió y cerró
la puerta.


—¿Habéis visto? —bramó Ron, cuando uno de los duendecillos que
quedaban le mordió en la oreja haciéndole daño.

—Sólo quiere que adquiramos experiencia práctica —dijo Hermione,
inmovilizando a dos duendecillos a la vez con un útil hechizo congelador y
metiéndolos en la jaula.

—¿Experiencia práctica? —dijo Harry, intentando atrapar a uno que
bailaba fuera de su alcance sacando la lengua—. Hermione, él no tenía ni idea
de lo que hacía.

—Mentira —dijo Hermione—. Ya has leído sus libros, fíjate en todas las
cosas asombrosas que ha hecho...

—Que él dice que ha hecho —añadió Ron.

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